El discurso del desarrollo en las políticas públicas: del postdesarrollo a la crítica decolonial The discourse of development in public policy: from post-development to decolonial criticism
El año de 1949 constituye la cúspide, a partir de la cual se legitima la idea contemporánea de desarrollo como discurso histórico y universal para los países de América Latina. A partir de entonces, el discurso del desarrollo se convertiría en el ethos de la política pública gubernamental. Aunque con más frecuencia se critican y aceptan los errores cometidos en este proceso, no se cuestionan las razones para su preservación, ni sus relaciones con la modernidad/colonialidad. A partir de un análisis bibliográfico-documental, este artículo tiene como objetivo problematizar el discurso del desarrollo desde las herramientas del pensamiento decolonial, revelando que la falacia desarrollista ha constituido uno de los pilares de la modernidad, y cómo la articulación de la categoría del subdesarrollo con las jerarquías de raza, clase y género ha expandido geopolítica y geo-culturalmente la diferencia colonial. Ante esta realidad, al final del documento se propone empezar por una decolonización de ente conocido como policy-maker previo a la decolonización como tal de la política pública.
L’année 1949 constitue l’apogée, à partir de laquelle l’idée contemporaine du développement est légitimée en tant que discours historique et universel pour les pays d’Amérique latine. À partir de ce moment, le discours sur le développement deviendra l’éthique des politiques publiques gouvernementales. Bien que, le plus souvent, les erreurs commises dans ce processus soient critiquées et acceptées, les raisons de leur préservation, de même que leurs relations avec la modernité / colonialité, ne sont pas mises en doute. En partant d'une analyse bibliographico-documentaire, cet article vise à problématiser le discours du développement en se servant des outils de la pensée décoloniale; il montre que l'erreur développementiste a été l'un des piliers de la modernité et que l'articulation de la catégorie du sous-développement avec les hiérarchies de la race, la classe et le genre ont élargi géographiquement et géoculturellement la différence coloniale. Face à cette réalité, à la fin du document il est proposé de commencer par une décolonisation de l'entité connue sous le nom de policy-maker préalable à la décolonisation en tant que telle de la politique publique.
O ano de 1949 constitui o auge, a partir do qual a ideia contemporânea de desenvolvimento é legitimada como discurso histórico e universal para os países da América Latina. A partir de então, o discurso do desenvolvimento se tornaria o ethos da política pública governamental. Embora os erros cometidos nesse proceso sejam criticados e aceitos com maior frequência, as razões de sua preservação, nem suas relações com a modernidade / colonialidade, não são questionadas. A partir de uma análise bibliográfico-documental, este artigo objetiva problematizar o discurso do desenvolvimento a partir das ferramentas do pensamento descolonial, revelando que a falácia desenvolvimentista tem sido um dos pilares da modernidade, e como a articulação da categoria do subdesenvolvimento com as hierarquias de raça, classe e gênero, a diferença colonial expandiu-se geopolítica e geo-culturalmente. Diante dessa realidade, no final do documento, propõe-se começar com uma descolonização da entidade conhecida como policy-maker, antes da descolonização da política pública.
The year of 1949 constitutes the peak, from which the contemporary idea of development is legitimized as a historical and universal discourse for the countries of Latin America. From that moment, the discourse of development would become the ethos of governmental public policy. Although the errors committed in this process are criticized and accepted more frequently, the reasons for their preservation, nor their relations with modernity / coloniality, are not questioned. From a bibliographic-documentary analysis, this article aims to problematize the discourse of development from the tools of decolonial thinking, revealing that the developmental fallacy has been one of the pillars of modernity, and how the articulation of the category of underdevelopment with the hierarchies of race, class and gender have expanded geopolitically and geo-culturally the colonial difference. Faced with this reality, at the end of the document it is proposed to begin with a decolonization of the entity known as the policy-maker prior to the decolonization as such of public policy.
Introducción
En el campo de las ciencias sociales, tanto en la teoría como en la práctica, el término desarrollo ha llegado a ser un término disperso y hasta contradictorio. En la teoría, el desarrollo ha llegado a combinar elementos tan diversos que pierden precisión e incluso dan lugar a oximorones. En la práctica, en nombre del desarrollo los gobiernos siembran árboles al mismo tiempo que se explotan irracionalmente los bosques. En el caso latinoamericano, a partir de su legitimación en el discurso del presidente estadounidense Harry Truman en 1949, la adopción del desarrollo moderno por parte de los Estados y de sus ciudadanos, se volvió un asunto universal.
Siete décadas después, el discurso del desarrollo sigue siendo la principal fuerza que mueve a las políticas públicas. Sin embargo, han sido las mismas políticas públicas las que han develado las contradicciones del discurso, dando lugar a numerosas corrientes críticas. Uno de los más importantes frentes críticos en torno al desarrollo, ha procedido desde el mismo corazón de la bestia, desde la visión postestructuralista denominada postdesarrollo (D’Alisa, DeMaria, & Kallis, 2015; Escobar, 2015; Latouche, 2009). Si bien es cierto, el postdesarrollo ha buscado una deconstrucción del metarrelato del desarrollo también es cierto que no constituye una superación del paradigma occidental. Siguiendo a Estermann (2015), el postdesarrollo puede ser explicado como la última expresión dialéctica del espíritu moderno occidental. Por tanto, la búsqueda de alternativas al desarrollo, o más allá del desarrollo, por fuera del pensamiento eurocéntrico se ha convertido en un asunto cada vez más frecuente. En las últimas décadas, esta búsqueda ha sido abanderada por el giro decolonial (Mignolo, 2006).
En tal sentido, el presente trabajo tiene como objetivo analizar la relación del desarrollo con la modernidad/colonialidad desde las herramientas del pensamiento decolonial a fin iluminar aquellos espacios obviados en la discusión actual del desarrollo. La gran pregunta que guía el presente trabajo es ¿cuál es la relación entre el discurso del desarrollo y la modernidad/colonialidad? Para responder a esta interrogante, en primer lugar se ha considerado necesario presentar varias lecciones extraídas de la experiencia postdesarrollista luego de décadas de crítica y descentramiento del desarrollo. En segundo lugar, se explica la relación entre desarrollo y la modernidad/colonialidad dividiéndola en dos partes para resaltar las características de cada vínculo. Y en tercer lugar, se ha considerado necesario explicar cómo el reto de decolonizar a los policy-makers antecede al reto de decolonizar las políticas públicas.
A nivel metodológico, el artículo se sustenta en una profunda revisión bibliográfica-documental de los principales autores del postdesarrollo y del pensamiento decolonial y se recurre a un enfoque interpretativo-crítico apalancado en la estrategia del Análisis Crítico del Discurso (ACD) el cual indaga en “el rol que juegan los discursos en la pervivencia de las desigualdades y en el mantenimiento de jerarquías y mecanismos de dominación y la lucha contra esa dominación” (Olmos, 2015: 106), enfocándose en cómo los grupos dominantes controlan el texto y el contexto, en consecuencia, la mente (Van Dijk, 2016), a través de los “discursos de élite” (Van Dijk, 1993), por ejemplo, el discurso del desarrollo.
Esta idea, claramente guarda relación con la triada de la colonialidad: colonialidad del poder, colonialidad del saber y colonialidad del ser. En definitiva, de lo que se trata con el ACD es de hacer emerger las intenciones detrás de los textos, sean estos hablados o escritos; en tal sentido, no se trata de una mera forma de interpretación (Olmos, 2015), sino de una forma crítica y multidisciplinaria de aproximación a la realidad que busca, explicar las estructuras discursivas en función “de sus propiedades de interacción social” (Van Dijk, 2016: 205).
La crítica postdesarrollista y sus lecciones
A casi 70 años del discurso de Truman, la fuerza del discurso histórico del desarrollo (Escobar, 2005) ya no radica en su capacidad de seducción (promesas), sino en los elementos (objetivos y subjetivos) a través de los cuáles se ha convertido en una obsesión, en una “herramienta de dominación y control” (Esteva & Escobar, 2017). Estos elementos: a) formas de conocimiento (conceptos y teorías); b) el sistema de poder que regula su práctica (aparataje local e internacional, gobiernos, universidades, agencias, etc.); y c) las formas de subjetividad (clasificación racial, clasificación del Tercer Mundo) que ya fueron expuestos por Escobar (1998) dos décadas antes, siguen presentes. “El desarrollo puede apestar, pero está lejos de estar muerto” (Munck, 2010: 47).
La idea de millones de personas respecto de que el desarrollo define una norma universal de la buena vida (Good Life), principalmente en su versión euro-norteamericana, ya no es una ilusión, sino que ha sido naturalizada dentro de sus subjetividades, se ha vuelto una obsesión que tiene un soporte sólido en instituciones internacionales, bancos, universidades, ONG’s y por su puesto gobiernos. Para estas personas, ya no importa cuánto experimenten las consecuencias del desarrollo: a) el inmenso precio a pagar en términos de decencia, alegría, libertad y humanidad; b) la imposibilidad radical de extenderlo a todas las personas en la Tierra; c) la medida en que pone en peligro la supervivencia de la vida en el planeta (Esteva & Escobar, 2017), sino que la meta, la obsesión, es alcanzarlo a como dé lugar.
Aunque en la actualidad ya no es posible discutir seriamente que el desarrollo pueda traer justicia, sostenibilidad, dignidad o una buena vida, o que elimine el hambre y la miseria; ni el lexicón del desarrollo ni los policy-makers desarrollistas han desaparecido, lo único que quizás ha muerto son sus promesas. Para Quintero (2014) la capacidad del desarrollo para perdurar como idea-fuerza por tantas décadas, se debe posiblemente a su estrecha relación con el patrón de poder global (modernidad/colonialidad), así como a su plasticidad.
Las mutaciones sufridas a lo largo de la historia por el desarrollo son en realidad una respuesta al desgaste de la idea-fuerza, pero a su vez son estrategias para prolongar a las políticas públicas, los planes, programas y proyectos desarrollistas. Siguiendo a Foucault (1991), podríamos hablar de una reversibilidad estratégica del discurso del desarrollo. A pesar de la reversibilidad estratégica es importante reconocer que el postdesarrollo tuvo un notable éxito en debilitar el discurso del desarrollo (en su versión rostowniana) y 26 años después del anuncio de su defunción, la crítica se ha fortalecido y se ha nutrido de marcos ontológicos y epistemológicos diversos que permitirían hablar de una segunda etapa de deconstrucción.
En todas partes del planeta, las personas expuestas al hiper individualismo, el consumismo, la explotación y el cambio climático parecen haber tenido suficiente. A pesar de que el imaginario más fuerte del desarrollo siga siendo el crecimiento económico, diferentes actores, experiencias, imaginarios y movimientos sociales e intelectuales lo han desafiado, muchas veces radicalmente (Bringel & Echart, 2017). Incluso gobiernos, con aciertos y desaciertos, se han atrevido a plantear otros paradigmas como por ejemplo el Buen Vivir como ethos de sus políticas públicas (Cuestas & Góngora, 2016).
Así, las resistencias del mundo pluralista se han encargado de rescatar viejos términos para darles nuevos significados para nombrar sus construcciones sociales contemporáneas (Esteva & Escobar, 2017). En este sentido, el esfuerzo de la escuela postdesarrollista de los años 90’s puede ser considerado apenas como el primer paso serio en el camino de la deconstrucción del desarrollo (y su posterior debilitamiento), por lo que el desmontaje de las piezas sobre las que se sostiene el discurso del desarrollo no ha terminado, sino que se ha convertido en parte activa del debate público.
Adicionalmente, las críticas al postdesarrollo han dejado varias lecciones casi tres décadas después de su nacimiento. Siguiendo a Esteva y Escobar (2017) podemos resumirlas en cuatro principales. En primer lugar, en la actualidad, se ha realizado una corrección importante a la tendencia de las críticas que homogeneizan Occidente/Modernidad (West vs the rest), puesto que Occidente por sí mismo es plural, habitado por voces disidentes y modernidades plurales. En tal sentido, se ha vuelto necesario también reconocer las muchas formas no dominantes y alternativas a la modernidad que existen en Occidente.
En segundo lugar, se ha especificado que la crítica no es antieuropea ni antioccidente, ni antidesarrollo (no se trata de negar el papel progresista de la ciencia) sino que la crítica es en pro de la liberación de la madre tierra y de los pluriversos (un sinnúmero de alternativas de ser y estar en el mundo) los cuáles emergen desde las experiencias empíricas, más allá del theory room. En tercer lugar, se ha entendido que la construcción de alternativas no consiste en idealizar el mundo de los pueblos originarios, puesto que los pluriversos somos todos, no solo las personas indígenas; esto significa que todos debemos esforzarnos seriamente en vivir entre mundos, vivir y pensar en el medio, con y desde mundos múltiples, mientras intentamos la (re) comunalización de nuestra existencia diaria.
Si bien los pueblos originarios tienen una larga experiencia lidiando con la modernidad, sus pensamientos y prácticas en realidad son una fuente de inspiración (no romántica) para quienes se oponen a los ensambles de la modernidad capitalista. Finalmente, en la década de los 90’s, los postdesarrollistas no fueron lo suficientemente explícitos para mostrar cómo el desarrollo era solo el lema utilizado por el capital para facilitar la implementación de una empresa neocolonial. Por tanto, en la actualidad, las críticas al desarrollo tienen la necesidad, no solo de reconocer el Occidente no homogéneo, los pluriversos y la no idealización de los pueblos originarios, sino también que necesitan hacerlo desde una perspectiva decolonial; es decir, sin negar los privilegios concedidos al perfil hegemónico europeo (especialmente al hombre heterosexual blanco); y, sin reforzar (naturalizar) la modernidad occidental como el sitio de facto de la razón, el desarrollo, la civilidad y demás. En tal sentido, se interpreta al desarrollo ya no solo como un discurso de poder, sino más concretamente como un discurso hegemónico eurocéntrico imbuido de relaciones de poder moderno/coloniales y neocoloniales (Ziai, 2017).
Estos cuatro elementos tienen como fin superar el logocentrismo que criticaba el postdesarrollo pero del que, paradójicamente, no pudo escapar. Para Munck (2010) construir una nueva teoría crítica del desarrollo para el siglo XXI depende esencialmente de nuestra capacidad para decolonizar la imaginación (por ende el lenguaje) y cuestionar las construcciones del poder/conocimiento. El giro cultural-lingüístico que trajo el postdesarrollo no solo abrió el debate en torno a opciones más allá del desarrollo, sino también más allá de la modernidad. En este sentido, la opción decolonial (Mignolo, 2008) bien podría ser el modo de articular una poderosa respuesta social a la época a la que nos enfrentamos.
Es importante mencionar que existe una fuerte conexión entre los planteamientos postdesarrollistas y decoloniales. Aunque los postdesarrollistas no se identifican explícitamente con los estudios decoloniales y tampoco usan su bagaje histórico-conceptual, parten de un locus de enunciación profundamente similar (GESCO, 2012), desde el cual coinciden en criticar radicalmente al progreso, y luego al desarrollo, como dispositivos de poder basados en la colonialidad del saber eurocéntrico. La obra de Arturo Escobar (1998, 2010, 2014a, 2014b) es un claro ejemplo de este encuentro postdesarrollista-decolonial.
El discurso del desarrollo y la modernidad
La decolonialidad hace referencia a un tipo de actividad (pensamiento, giro, opción, inflexión), de enfrentamiento a la retórica de la modernidad y la lógica de la colonialidad (Grosfoguel & Mignolo, 2008). El objetivo de la decolonialidad, antes que desplazar al desarrollo, es el descentramiento de las narrativas eurocéntricas sobre la modernidad (Restrepo & Rojas, 2010). Desde el pensamiento decolonial, se cuestiona la concepción intraeuropea (eurocéntrica) que ha entendido a la modernidad como una emancipación, una “salida de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo del ser humano” (Dussel, 1994: 164).
La tesis central del pensamiento decolonial reubica la historia de la modernidad “entre finales del siglo XV y principios del siglo XVI y no en la Ilustración o en la Revolución Industrial como es comúnmente aceptado” (GESCO, 2012: 10). Así, la primera modernidad empieza en 1492, cuando la Europa Moderna (España y Portugal específicamente) organiza, por primera vez en la historia, a todas las otras culturas como su periferia, cuando lo no-europeo es encubierto a través del establecimiento de Europa como “centro de la historia mundial” (Dussel, 2000: 27). Entonces, la Segunda Modernidad, aquella producida al interior de Europa es en realidad fruto de un siglo y medio de la Primera Modernidad. Es decir la modernidad, en un sentido global se constituye antes que la modernidad regional (Dussel, 2000; GESCO, 2012).
Para Restrepo y Rojas, desde el pensamiento decolonial, la “modernidad es el específico universo de relaciones intersubjetivas bajo la dominación de la hegemonía eurocentrada” (2010: 104). Dicho de otra forma, la modernidad es considerada como un paradigma sociocultural hegemónico, cognitivamente eurocentrista y desarrollista alineado al capitalismo. Para el Grupo de Estudios sobre la Colonialidad de la Universidad de Buenos Aires (2012), el eurocentrismo/occidentalismo se define como la forma específica de producción de conocimiento y de subjetividades en la modernidad. Es decir, el eurocentrismo se legitima a través del conocimiento gracias a su articulación con las relaciones centro-periferia y las jerarquías étnico-raciales. En este mismo sentido Castro-Gómez y Grosfoguel señalan que:
La superioridad asignada al conocimiento europeo en muchas áreas de la vida fue un aspecto importante de la colonialidad del poder en el sistema-mundo. Los conocimientos subalternos fueron excluidos, omitidos, silenciados e ignorados. Desde la Ilustración, en el siglo XVIII, este silenciamiento fue legitimado sobre la idea de que tales conocimientos representaban una etapa mítica, inferior, premoderna y precientífica del conocimiento humano. Solamente el conocimiento generado por la élite científica y filosófica de Europa era tenido por conocimiento ‘verdadero’, ya que era capaz de hacer abstracción de sus condicionamientos espacio-temporales para ubicarse en una plataforma neutra de observación. (2007: 20)
La característica más fuerte del eurocentrismo ha sido el “modo de imponer sobre los dominados un espejo distorsionante que les obligará a verse desde entonces, con los ojos del dominador, encubriendo sus perspectivas históricas y culturales autónomas” (Quintero, 2014: 70). Las relaciones asimétricas de poder (la diferencia colonial) entre Europa y sus otros han representado una categoría elemental de la modernidad. A pesar de que toda cultura es etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno es el único que ha pretendido identificarse con la universalidad-mundialidad gracias a la idea hegemónica de Europa como centro (Dussel, 2000).
En lo que respecta a la falacia desarrollista, Dussel (1994, 2000) señala que ésta representa una posición ontológica a través de la cual se piensa que el desarrollo que siguió Europa deberá ser imitado unilinealmente por toda otra cultura. En tal sentido, Europa y Norteamérica se autocomprenden como los modelos a imitar, más avanzados, más desarrollados (cognitiva, tecnológica, militar, económica y socioculturalmente) que el resto del mundo, con lo cual surge la idea de superioridad de la forma de vida occidental sobre todas las demás. “Esto se expresa en las dicotomías civilización-barbarie, desarrollado-subdesarrollado, occidental-no-occidental, que marcaron (…) a buena parte de las ciencias sociales modernas” (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007: 15). Así, para los no-euronorteamericanos, solo queda alcanzar a los más desarrollados (meta unilineal) mientras que para los más avanzados la superioridad obliga a desarrollar (proceso educativo) a los más primitivos como exigencia moral (Dussel, 1994).
Esta retórica salvacionista de la modernidad se ha adaptado con el paso del tiempo. Después de la Segunda Guerra Mundial, la retórica salvacionista de la modernidad celebraría “el desarrollo como condición de la modernización” (Mignolo, 2009: 258), y se alojaría en la base de la planificación e implementación de las políticas públicas de los países denominados subdesarrollados. En este sentido, el filósofo y ambientalista anglo-francés, Edward Goldsmith (1996) recalca que los esfuerzos masivos para desarrollar el Tercer Mundo no fueron motivados por consideraciones meramente filantrópicas sino por la necesidad de mover al Tercer Mundo a la órbita del sistema comercial occidental para crear un mercado en continua expansión de bienes y servicios y como fuente de mano de obra barata y materias primas para las industrias euro-norteamericanas. Un análisis de la alineación de las políticas educativas de los gobiernos con las agendas mundiales sería un ejemplo interesante para contrastar el argumento anterior.
El discurso del desarrollo y la colonialidad
El mito de la modernidad, legitimado como proceso racional en la Ilustración, ha anulado ante sus propios ojos el proceso irracional y violento que supuso su imposición para las poblaciones asumidas como no modernas (Restrepo & Rojas, 2010). Visto de otra forma, la modernidad es un mito que ha justificado una praxis irracional de violencia que supone su afirmación frente a la alteridad y sus víctimas (Dussel, 1994, 2000; Restrepo & Rojas, 2010).
Reconocer que la modernidad no es ni inocente, ni justa, ni heroica ni emancipadora sino que está llena de pretextos para civilizar al bárbaro o desarrollar al subdesarrollado, permite revelar la “otra-cara oculta y esencial a la Modernidad” (Dussel, 1994: 177). En este sentido, modernidad y colonialidad nacen juntas; la colonialidad es uno de los dos elementos constitutivos del patrón global de poder capitalista que se expande al conjunto del planeta con la constitución de América, la modernidad es el otro (Quijano, 2011; Quintero, 2014; Restrepo & Rojas, 2010). El lado oscuro de la modernidad es en realidad la colonialidad (Maldonado-Torres, 2007; Mignolo, 2000), son dos caras de una misma moneda (Grosfoguel, 2006; Restrepo & Rojas, 2010).
Quijano (1992), quien entiende al poder en su heterogeneidad histórico-estructural como un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto, propone el término colonialidad del poder, para representar la racialización/clasificación social de las relaciones de poder capitalista que surgen a partir del encuentro de los pueblos originarios con los otros. La colonialidad del poder que se configura con la conquista de América, y el inicio de la interconexión mundial (globalidad) son los movimientos centrales que “tienen como secuela principal el surgimiento de un inédito sistema de dominación y de explotación social, y con ellos, de un nuevo modelo de conflicto” (GESCO, 2012: 10).
Así, la colonialidad del poder es la noción central que permite visualizar el espacio de confluencia entre la modernidad y el capitalismo y es una de las propuestas epistémicas más debatidas en la actual escena intelectual de América Latina, especialmente en la región andina (GESCO, 2012; Quintero, 2010).
En términos generales, la instauración de la colonialidad del poder se configuró a través de dos mecanismos indisolubles: a) la práctica de clasificación e identificación social, utilizando la idea de raza, y b) las formas de división, explotación y de control del trabajo (Garcés, 2007; GESCO, 2012). El constructo social de raza, sujetaría a los individuos y grupos sociales de la población mundial al patrón de poder, en donde las tipologías raciales consideradas inferiores tendrían como punto de referencia al sujeto moderno/europeo (GESCO, 2012; Quijano, 2011; Quintero, 2014). Esta clasificación racial ha sido la piedra angular del patrón de poder capitalista y ha operado en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones de la existencia social cotidiana, a escala societal (Quijano, 2011) y por su puesto a escala de gubernamental a través de las políticas públicas.
A pesar del proceso de descolonización jurídico-político de los países latinoamericanos en el siglo XIX, dicha descolonización ha sido parcial puesto que otros mecanismos coloniales han permanecido ocultos. Este hecho ha implicado una ineludible subalternización de las prácticas y de las subjetividades propias de los pueblos dominados (GESCO, 2012). El sistema mundo moderno/colonial ha encubierto durante mucho tiempo, “la permanencia de una realidad de dominación y dependencia colonial hacia los centros de poder” (Garcés, 2007: 223).
En tal sentido, desde la decolonialidad se busca evidenciar aquello oculto tras la colonialidad en otras dimensiones y campos, lo que ha dado lugar a la reconocida triada de la: colonialidad del poder, colonialidad del saber y colonialidad del ser. La colonialidad del saber se refiere a las formas de control del conocimiento asociadas a la geopolítica global dispuesta por la colonialidad del poder. La construcción discursiva de los saberes sociales modernos ha sido naturalizada como eurocéntrica, lo que ha legitimado las relaciones asimétricas de poder. El eurocentrismo, como locus epistémico, se ha encargado de universalizar la experiencia europea, al mismo tiempo que ha designado “sus dispositivos de conocimiento como los únicamente válidos” (GESCO, 2012: 12).
Para Castro-Gómez (2000) el sistema conceptual de las ciencias sociales (al cual pertenecen los estudios del desarrollo y los estudios críticos del desarrollo) se encuentra sostenido por un imaginario colonial de carácter ideológico. Este hecho podría explicar porque la mayoría de los teóricos sociales de los siglos XVII y XVII han coincidido en que la especie humana sale poco a poco de la ignorancia atravesando estadios de perfeccionamiento, donde el primer estadio del desarrollo de la humanidad sería las sociedades indígenas, es decir el salvajismo, la barbarie, la ausencia completa de arte, ciencia y escritura; y el estadio final, donde se obtiene la mayoría de edad, serían las sociedades ilustradas europeas. Así, la estructura binaria de conceptos como tradición y modernidad, mito y ciencia, pobreza y desarrollo, entre otros, “han permeado por completo los modelos analíticos de las ciencias sociales” (Castro-Gómez, 2000: 93), por supuesto de la ciencia política.
Por otra parte, la colonialidad del ser como categoría analítica vendría a develar el ego conquiro (yo conquisto) que antecede y pervive al ego cogito (yo pienso) cartesiano (Dussel, 1994) ya que detrás del enunciado pienso, luego soy, se esconde la validación de un único pensamiento (GESCO, 2012). Maldonado-Torres reflexiona al respecto y señala que:
Si el ego cogito fue formulado y adquirió relevancia práctica sobre las bases del egoconquiro, esto quiere decir que “pienso, luego soy” tiene al menos dos dimensiones insospechadas. Debajo del “yo pienso” podríamos leer “otros no piensan”, y en el interior de “soy” podemos ubicar la justificación filosófica para la idea de que “otros no son” o están desprovistos de ser. De esta forma descubrimos una complejidad no reconocida de la formulación cartesiana: del “yo pienso, luego soy” somos llevados a la noción más compleja, pero a la vez más precisa, histórica y filosóficamente: “Yo pienso (otros no piensan o no piensan adecuadamente), luego soy (otros no son, están desprovistos de ser, no deben existir o son dispensables). (2007: 144)
Al menos una idea emerge de lo mencionado anteriormente. No pensar en términos modernos, se traduce “en el no-ser, por tanto en una justificación para la dominación y la explotación” (GESCO, 2012: 12). Es decir, el privilegio del conocimiento eurocéntrico en la modernidad y la negación de facultades cognitivas en los sujetos racializados ofrecieron la base para la descalificación epistémica y la negación ontológica de lo no-europeo (Maldonado-Torres, 2007).
En tal sentido, cualquier manifestación o pensamiento sobre cómo gobernar que no estuviese dentro de la matriz cultural moderna/colonial fue sometida, silenciada y negada. 1492 y 1949 son dos hitos en la conformación de un pensamiento hegemónico sobre las políticas públicas que ha desconocido por décadas otras formas de convivencia y gobernanza, al mismo tiempo que ha colonizado el saber y el ser de aquellos pueblos no europeos.
Decolonizar al policy-maker, luego las políticas públicas
El pensamiento decolonial ha puesto su atención en decolonizar el saber, manifiesto en el reclamo constante de un nuevo lenguaje (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007; Grosfoguel & Mignolo, 2008; Mignolo, 2003) capaz de pensar los sistemas de poder como una serie de dispositivos heterónomos vinculados en red y distinto al heredado de las ciencias sociales decimonónicas.
Para los decoloniales, el objetivo de la crítica no se encuentra en el rescate esencialista de algún tipo de autenticidad cultural, sino en el colocar la diferencia colonial en el centro del proceso de la producción de conocimientos (Mignolo, 2003). Para lograr este objetivo, existirían al menos dos requisitos. Primero, trabajar en la opción decolonial significaría embarcarse en un proceso de desprendimiento de las bases eurocentradas del conocimiento y de “pensar-haciendo conocimientos que iluminen las zonas oscuras” (Grosfoguel & Mignolo, 2008: 34) del discurso del desarrollo, constituidas dentro del sistema-mundo moderno-colonial. Y segundo, es necesario buscar por fuera de los paradigmas y campos de conocimientos considerados naturales; es decir se requiere dialogar “con formas no occidentales de conocimiento que ven el mundo como una totalidad, pero también con las nuevas teorías de la complejidad” (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007: 17–18), a fin de (re)articular las herencias culturales (Quijano, 2017), desde el pensamiento fronterizo crítico (Mignolo, 2003) y el pensamiento heterárquico (Kontopoulos, 1993).
Justamente, el pensamiento heterárquico es el que constituye un gran reto para el pensamiento decolonial actual, puesto que tradicionalmente se ha pensado a la colonialidad desde las teorías jerárquicas del poder, en donde se ha considerado al poder como un fenómeno que funciona con una sola lógica en todos sus niveles. Castro-Gómez (2007) rastreando varios textos de Foucault, sostiene que éste desarrolla una Teoría Heterárquica del Poder, en la cual a través de un procedimiento inductivo reconoce que el poder es multidireccional y siempre funciona en red, lo que da lugar a varios niveles en el ejercicio del poder:
Un nivel microfísico en el que operarían las tecnologías disciplinarias y de producción de sujetos, así como las «tecnologías del yo» que buscan una producción autónoma de la subjetividad; un nivel mesofísico en el que se inscribe la gubernamentalidad del Estado moderno y su control sobre las poblaciones a través de la biopolítica; y un nivel macrofísico en el que se ubican los dispositivos supraestatales de seguridad que favorecen la «libre competencia» entre los Estados hegemónicos por los recursos naturales y humanos del planeta. En cada uno de estos tres niveles el capitalismo y la colonialidad del poder se manifiestan de forma diferente. (Castro-Gómez, 2007:162)
Foucault analiza primero las cadenas de poder a nivel molecular (microfísica del poder) y luego las cadenas con los siguientes niveles; así determina que el nivel micro, en donde se juega la corporalidad, la afectividad, la intimidad (nuestro modo de ser-en-el-mundo) no se encuentra necesariamente determinado por la lógica del siguiente nivel (Castro-Gómez, 2007). Por lo que la vida social, la existencia social, está “compuesta de diferentes cadenas de poder, que funcionan con lógicas distintas y que se hallan tan sólo parcialmente interconectadas” (Castro-Gómez, 2007:166). Entender el poder de forma heterárquica y no de forma jerárquica tiene al menos tres implicaciones para el análisis decolonial.
Primero, entre los diferentes niveles o cadenas de poder existen desuniones y asimetrías, de tal modo que no es posible decir que exista una determinación última por parte de los niveles más globales; en tal sentido, no se podría hablar de estructuras molares (p.e. la economía-mundo) que actúan con independencia de las estructuras moleculares como si tuvieran vida propia, o como si los niveles micro “fueran lógica y ontológicamente dependientes” (Castro-Gómez, 2007:167) de los niveles macro. Así, se podría argumentar que nuestra existencia social no se encontraría absolutamente determinada por el discurso de élite del desarrollo, sino solo parcialmente.
Segundo, “la colonialidad del poder no es unívoca, sino múltiple” (Castro-Gómez, 2007: 171). Por tanto, el análisis decolonial del desarrollo dependerá del nivel de generalidad: micro, meso o macro y del ámbito específico de operación: epistemológico, ontológico o político. El sistema-mundo moderno/colonial no debería ser pensado como una jerarquía o red de jerarquías, sino de forma heterárquica (Castro-Gómez, 2007). Y tercero, y con relación a lo anterior, la decolonialidad no debería seguir orientando su análisis exclusivamente hacia lo macroestructural, como si de éste dependiera la descolonización de otras esferas de la existencia social; de hecho las lógicas decoloniales “en muchos casos se vinculan sólo de forma residual con la economía-mundo y mucho más con las cadenas microfísicas” (Castro-Gómez, 2007: 171). Lo que se requiere es investigar empíricamente las prácticas de subjetivación en niveles más locales. Estudiar, las prácticas de subjetivación a nivel micro, basadas en el lexicón del desarrollo y sus buzzwords serían un buen punto de inicio.
Finalmente, Castro-Gómez (2007) señala que una de las grandes contradicciones presentes en el análisis jerárquico de la colonialidad es que se termina sacralizando al sistema-mundo moderno/colonial, como si éste fuese un poder canónico constituido y no una potencia para ser otra cosa. El filósofo colombiano advierte que es muy sencillo hablar de la decolonialidad a nivel global, obviando la “colonialidad alojada en las propias estructuras del deseo que uno mismo cultiva y alimenta” (Castro-Gómez, 2007:172); sin embargo, recomienda entender a la decolonialidad, no como dependiente de las revoluciones molares (aunque no se las excluye), sino como dependiente de la transformación creativa del ser-ahí (Dasein).
Superar el discurso de élite del desarrollo y sus políticas públicas, en tal sentido, no depende solamente de una revolución de las estructuras cognitivas de nivel meso y macro, sino principalmente de un proceso micro de autoreflexión, autodeconstrucción y autodecolonización. El desprendimiento y desobediencia epistemológica decolonial (Mignolo, 2010), se vuelven sino necesarios, urgentes. Tal empresa, en palabras de la profesora Catherine Walsh requiere de “aprender a desaprender para reaprender a pensar, actuar, sentir y caminar decolonialmente, a nivel individual y en colectividad”(2017: 31). De esta manera, se requiere primero decolonizar a los policy-makers, para luego decolonizar las políticas públicas.
Algunas reflexiones
El discurso del desarrollo ha constituido uno de los elementos centrales del funcionamiento de las políticas públicas que sostienen el modo de producción capitalista, como una forma particular de absorber “las más diversas formas de control del trabajo y redirigirlas hacia dinámicas de explotación global en función de la producción de mercancías para el mercado mundial” (Quintero, 2014: 68). Desde la perspectiva decolonial, el discurso del desarrollo no es más que uno de los hijos predilectos del proceso histórico euro-norteamericano, capitalista-patriarcal, moderno-colonial (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007; Quintero, 2014), si se quiere, un producto ideológico más sofisticado edificado desde el dispositivo de poder moderno/colonial (Castro-Gómez, 2000).
Bajo este contexto, el desarrollo no es solamente una categoría sociológica o económica, sino que se convierte en una categórica filosófica fundamental, legitimada, en el caso de América Latina, en 1949. Al igual que los postestructuralistas y postdesarrollistas, desde la decolonialidad también se asume que el lenguaje, y los discursos como el desarrollo, (sobre)determinan la realidad social en su conjunto, y la forma específica en que lo hace tiene consecuencias (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007; Ziai, 2013). Así, el discurso del desarrollo ha sido efectivo para el sostenimiento de las relaciones asimétricas de poder a través del ab(uso) del lenguaje y de su influencia en la construcción e implementación de políticas públicas hegemónicas dirigidas a sacar de la pobreza a los países considerados inferiores, subdesarrollados.
Por otra parte, el lugar privilegiado que Truman le concedió al discurso del desarrollo en el imaginario social, provocó una articulación de la categoría eufemística del subdesarrollo con las antiguas jerarquías de raza, clase y género. Este hecho ahondaría más la diferencia colonial y reconfiguraría los parámetros de la clasificación social de la población mundial, esta vez a partir de los parámetros de la economía liberal (Escobar, 1998; Quintero, 2014).
Así, los niveles de desarrollo, al igual que las jerarquías de raza o clase, se convirtieron en distinciones ontológicas que configuraron una imagen del planeta dividido geopolítica y geoculturalmente entre el Primer Mundo (desarrollado) y el Tercer Mundo (subdesarrollado). Esta imagen ontológica ha alcanzado tal grado de aprobación que bien podría considerarse como una especie de segunda naturaleza (Coronil, 1999; Quintero, 2014). De esta manera, es posible comprender por qué durante mucho tiempo la vida de los habitantes del Tercer Mundo, por definición fue considerada como “una vida subdesarrollada, ontológicamente distinta de la experimentada en el Primer Mundo” (Quintero, 2014: 78) y porque la mayoría (sino la totalidad) de políticas públicas de los países tienen como mantra el discurso del desarrollo.
Con el reajuste de la modernidad/colonialidad en 1949, que coincide con la tercera ola de la globalización (Robertson, 2005), el papel del Estado-nación se vuelve preponderante, puesto que no solo se legitima el monopolio de la violencia (física en primera instancia), sino que la usa para dirigir (disciplinar en la versión foucaultiana) racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios científicos (epistemológicos) establecidos de antemano (Castro-Gómez, 2000), a través de políticas públicas que descansan en el eurocentrismo.
Así, la triada de la colonialidad del poder-saber-ser, ahora euro-norteamericana, ha encontrado en el discurso del desarrollo, y en todo el aparataje de las políticas públicas, nuevos dispositivos de dominación, explotación y/o conflicto. Finalmente, los Estados actuales deberían reflexionar sobre la colonialidad que subyace en las políticas públicas desarrollistas y la importancia que tiene de decolonizar primero a los seres humanos hacedores de política pública para posteriormente pensar en otras prácticas decolonizadoras a nivel meso y macro. Aunque siendo coherentes, ¿decolonizar las políticas públicas, decolonizar el Estado, no significaría la eliminación del mismo?