El Covid-19 y la necrocorrupción del capitalismo neoliberal Covid-19 and the necro-corruption of neoliberal capitalism
El actual desafío global del coronavirus confirma la insostenibilidad de la organización capitalista del mundo. En su fase neoliberal, el capitalismo socava las posibilidades de una sociedad ecológicamente sostenible que se guíe por valores comunitarios abiertos a la vida. Esta destrucción del mundo compartido descansa en procesos de corrupción que se basan últimamente en la modelación capitalista de la subjetividad humana —un proceso que se presta a un análisis teológico político. Así, este proceso corruptivo va más allá del ámbito institucional, para generar una distorsión holística de la praxis humana que se refleja incluso en condiciones sociopáticas. La crisis del Covid-19 puede motivar una acción política de largo alcance que plantee la implementación de cambios paradigmáticos en la sensibilidad global. Esta lucha podría movilizar una matriz comunitaria enraizada en una respetuosa relación humana hacia los otros y la naturaleza.
Le défi global soulevé actuellement par le virus Covid-19 confirme l'insoutenabilité de l´organisation capitaliste du monde. La phase néolibérale du capitalisme sape la possibilité d'atteindre une société écologiquement durable, guidée par des valeurs communautaires ouvertes sur vie. La destruction de la communalité repose sur des processus de corruption qui, dernièrement, se fondent sur la modélisation capitaliste de la subjectivité humaine - processus qui mérite une analyse théologico-politique. Ce processus dépasse le champ institutionnel et aboutit à une distorsion holistique et sociopathique de la praxis humaine. Néanmoins, la crise du Covid-19 peut conduire à une action politique de longue portée visant le changement paradigmatique de la sensibilité globale. Cette lutte pourrait mobiliser une matrice communautaire ancrée dans une relation humaine respectueuse des autres et de la nature.
O atual desafio global do coronavírus confirma a insustentabilidade da organização capitalista mundial. Em sua fase neoliberal, o capitalismo mina as possibilidades de uma sociedade ecologicamente sustentável que seja guiada por valores comunitários abertos à vida. Essa destruição do mundo compartilhado repousa em processos de corrupção que são, em última análise, baseados na modelagem capitalista da subjetividade humana - um processo que se presta à análise teológica política. Assim, esse processo corruptor vai além da esfera institucional, para gerar uma distorção holística da práxis humana que se reflete até mesmo em condições sociopáticas. A crise da Covid-19 pode motivar ações políticas de longo alcance que levem à implementação de mudanças paradigmáticas na sensibilidade global. Esta luta pode mobilizar o enquadramento de uma matriz comunitária baseada na relação humana de respeito com os outros e a natureza.
The challenge raised by the Covid-19 virus reveals the unsustainability of the capitalistic organization of the world. Neoliberal capitalism has undermined the conditions of existence of an ecologically sustainable society guided by communitarian values oriented to life. The destruction of the shared world rests in corruption processes that introjects capitalistic ideology into human subjectivity—a process that several authors have interpreted through political theology. Thus, this corruption surpasses the institutional sphere to become itself a holistic distortion of human praxis that is reflected even in psychological maladies. The Covid-19 crisis might motivate a broad political struggle able to implement de paradigmatic shifts in global sensitivity. This struggle might mobilize a communitarian matrix founded in in the respectful human relation to others and Nature.
Introducción
Parece que el momento menos apropiado para reflexionar acerca de una crisis es cuando ésta se encuentra en su punto álgido. Las convulsiones del instante imposibilitan el sosiego necesario para identificar las acciones que deben seguirse para salir del trance. Apenas a finales del 2019 se identificó en la ciudad de Wuhan una nueva enfermedad; el primer día de este año, la Organización Mundial de la Salud (OMS) se organizaba para enfrentar la enfermedad que ya se diseminaba con prisa. Los esfuerzos no sobrepasaron la velocidad del contagio y así la OMS declaró la pandemia el 11 de marzo de 2020. En el transcurso de este año, se han visto colapsar los sistemas de salud de muchos países, no solo los del mundo en desarrollo. En muchas áreas vitales, el mañana plantea un conjunto de interrogantes para los cuales no existen respuestas que generen tranquilidad en la agitada sociedad global.
Sin embargo, la actual crisis del Covid-19 solo puede ser realmente sorpresiva, si no se toman en cuenta las advertencias que ya habían sido lanzadas desde la comunidad científica. Debora Mackenzie (2020: xi) recuerda que ya desde 2013 dos laboratorios, uno en China y el otro en los Estados Unidos, habían identificado una familia de virus de murciélagos que se consideraron al instante como un peligro para la salud global. Es un signo de la época que estas advertencias hayan sido ignoradas.
Los patógenos se adaptan al nuevo ambiente humano y siguen siendo siempre una amenaza, especialmente cuando la naturaleza recibe el impacto desproporcionado de la actividad humana. Consciente de la historia de las enfermedades, Mitchell L Hammond afirma que “las enfermedades han creado y han sido creadas por aspectos distintivos del mundo moderno” (2020: 2). Ellas recuerdan nuestra condición de seres naturales, lo cual socava una de las premisas fatales del hiper capitalismo neoliberal.
Este artículo reflexiona sobre el significado de la actual pandemia en tanto ésta revela la irracionalidad de un sistema socioeconómico que descansa sobre la necrocorrupción. Desde luego, los patógenos existirán siempre, haya capitalismo o no, pero la respuesta a esta emergencia dice algunas cosas importantes acerca de la presente situación de crisis que enfrenta la humanidad. El concepto de necrocorrupción supera, sin olvidarla, la corrupción estatal; el prefijo “necro” subraya los efectos perniciosos de la subjetividad neoliberal —la cual se aclarará en términos cercanos a la sociopatía y la teología política. La necrocorrupción constituye el “alma” del capitalismo neoliberal porque instala el guion capitalista en la subjetividad humana. En consecuencia, para decirlo con Byung Chul-Han (2017: 4), los seres humanos terminan convirtiéndose en los “órganos genitales” del Capital.
De manera relacionada, este trabajo subraya la necesidad de una nueva racionalidad, que supere, además, el problema de la distopía tecnológica, la cual, según Mackenzie Wark (2019), puede anunciar algo peor incluso que el capitalismo. Vemos la posibilidad de actualizar una posibilidad de una vida digna con base en el sentido de comunidad que persiste en el mundo, a pesar de la atomización constitutiva del mundo capitalista. Esa razón comunitaria constituye la clave de bóveda de un orden en el que se construye un nuevo orden humano que se abre a la vida socionatural, de cuyos equilibrios constitutivos formamos parte. La lucha por esta racionalidad podría ayudarse de un manejo inteligente, emancipatorio, de algunas de las instituciones que todavía ofrecen terreno firme para realizar cambios en dirección de un mundo ecológicamente viable.
El futuro en el capitalismo
La historia reciente muestra que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos, los virus y otros patógenos siguen siendo un peligro para la humanidad —gripe aviar, ébola, gripe porcina, sida. La tecnología, al menos por el momento, no garantiza su desaparición, aunque puedan prestarse a manipulaciones dentro de una guerra biológica. En este contexto, Ron Barret y George J. Armelagos afirman que, desprovistos de cultura y pensamiento, los patógenos pueden mutar para adaptarse al mundo, transformado por la tecnología humana (2013: 1). Estos autores insisten incluso en que los “microbios son los críticos últimos de la modernidad” (ibid.). Para comprobar este aserto solo basta pensar en que la destrucción de hábitats naturales puede hacer que ciertos patógenos “salten” al mundo humano, como es precisamente el caso del SARS-CoV-2, causante del Covid-19.
Pero en el mundo neoliberal, en donde el sentido del tiempo se marca por la rapidez de crecimiento del capital, siempre las prioridades son otras. La naturaleza puede destruirse, pero el sistema bancario es tan importante que no puede derrumbarse. Los Estados, en permanente restricción presupuestaria por la austeridad, privilegian el saneamiento y equilibrio de los presupuestos —siempre con las acostumbradas e indignantes inconsistencias. La preocupación con el riesgo es selectiva y solo se subrayan los aspectos securitarios que implican medidas represivas para el creciente descontento social.
Si, como lo sostiene la fenomenología de tendencia husserliana, el mundo es un horizonte de horizontes, hace un tiempo que estos se han invisibilizado. Existe una pulsión de muerte que distingue al capitalismo, el cual no es solo un sistema económico, sino también una especie de religión —como se analizará adelante en relación con las ideas de Walter Benjamin y Giorgio Agamben, entre otros autores.
Los conceptos económicos del neoliberalismo, expresión práctica del nihilismo, no tienen respuesta para las interrogantes cruciales del mundo, aunque hayan colonizado la subjetividad humana. Así, solo se mueven por la inercia que provoca la despolitización ciudadana, en un mundo saturado de superficialidad y fake news que se multiplican viralmente en el mundo de las redes sociales. La ideología neoliberal es irracional puesto que no solo ignora la matriz vital en que se mueve todo esfuerzo humano, la naturaleza, sino también destruye los lazos comunitarios en los que la vida humana adquiere sentido. Puede decirse, por lo tanto, que no existe un futuro humano en el capitalismo.
En ese sentido, los cambios acelerados que vivimos no son interpretables como transformaciones dentro de un mundo capaz de preservar una fisonomía permanente a lo largo del tiempo. Se vive en la época de la liquidez, un rasgo que se acrecienta con la disruptividad de las tecnologías, que como lo argumenta el filósofo francés Bernard Stiegler (2019), conducen a una nueva barbarie.
Objetivamente, es la época del Antropoceno. La presencia humana en el mundo ha creado una serie de cambios planetarios que, como lo resume Manuel Arias Maldonado (2018:18), “debe ser reconocido como una nueva época geológica en razón de las novedades planetarias que incorpora”. Dichos cambios, productos de la irreflexiva acción humana, se han acelerado en las últimas décadas, cuando el supuesto orden apriórico del mercado libre y la alienante razón tecnológica, amarradas en una individualidad depredadora, ordenan con su mano invisible, pero manipuladora, los asuntos humanos. El Antropoceno cambia totalmente las preguntas cruciales de la humanidad y muestra que las respuestas equivocadas son precisamente las bases del credo neoliberal.
La crisis del coronavirus se puede interpretar, entonces, como actualización de los peligros que comporta actuar sin considerar los equilibrios delicados del planeta. Desnuda, en todo caso, la condición sociopática del mundo moderno. La anhelada seguridad del sistema se ha mostrado inalcanzable por las mismas incertidumbres que implica el ilusorio “progreso humano” y sus ruidosos silencios.
Ahora bien, si se siguen las tendencias de la historia, los grandes desastres suelen traer cambios de sensibilidad política. Estas transformaciones pueden inducir mutaciones políticas significativas. Los grandes desastres socavan las certezas que privan en un momento de la historia. La peste bubónica carcomió las bases del orden medieval occidental, así como el terremoto de Lisboa del primero de noviembre de 1755 desmontó el optimismo filosófico. La crisis del Covi-19 desnuda nuestra precariedad constitutiva y muestra que ya no es posible seguir en la misma senda civilizacional.
Por esta razón, es válido preguntarse por las consecuencias de esta pandemia. Aun en medio de la bruma, sabemos que tarde o temprano vamos a encontrar otra tragedia quizás de mayores proporciones. La tarea de la política global es recuperar las condiciones de posibilidad de un futuro. Esta misión es posible únicamente si se utilizan los recursos disponibles para combatir el virus ideológico del neoliberalismo, suprema expresión de la corrupción, entendida como putrefacción
Las ilusiones engañosas de la modernidad
Muchos son los aspectos que ahora se revelan anómalos y que, sin embargo, se encuentran en las raíces mismas de la modernidad occidental. Esta cultura mundializada a través de la fuerza colonial, siempre motivada por la búsqueda de recursos para el desarrollo de imperios y del capitalismo, se desarrolla hasta desembocar en la racionalidad individual-instrumental que solo se afirma en el poder, la dominación y la exclusión. Ésta ha promovido la creencia de que los intereses son los que mueven el desarrollo humano en la dirección de un progreso sin límites. A grandes rasgos, y sin desestimar sus momentos de claridad, la historia de la modernidad global es el intento por establecer el orden capitalista en el mundo que se origina en Europa. Por esto, la modernidad europea, la cual también cuenta con valiosos filones comunitarios y emancipatorios reprimidos por la misma fuerza del capitalismo, es paralela al colonialismo, el cual incluso se prolonga en el discurso desarrollista.
El advenimiento del neoliberalismo constituye un punto de ruptura que muestra la naturaleza metastásica del capitalismo. Durante algunos meses, especialmente a partir del famoso ensayo del entonces analista del departamento de Estado de los Estados Unidos, Francis Fukuyama (1989), se creyó que la democracia liberal y el capitalismo constituían las ideas de base del nuevo sistema. Tomó pocas décadas comprobar la devastación que éste podía crear. Como lo dice David Wallace-Wells (2019: 6), en el transcurso de una sola generación se creó esta situación terminal y en el curso de otra generación, la nuestra, este problema debe ser resuelto.
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Cuando Benjamin habla del capitalismo como religión efectúa una transmutación crítica de la creencia weberiana del rol de la religión protestante en el espíritu del capitalismo.
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Como lo dice Adam Kotsko, el neoliberalismo no es un enfoque económico y un punto de vista holístico en la medida en que no lo fueron otras versiones del capitalismo” (Kotsko, 2018: 6). Por esta razón, para Kotsko, este sistema es comprensible desde la teología política.
Aun a riesgo de emitir diagnósticos de largo alcance, se puede comprobar, con la ayuda de la teoría crítica, que la tecnología y la ciencia plantearon una mutilación discursiva entre el sujeto y el objeto. El sujeto “racional” se aliena de su propio ser y olvida que es parte de la naturaleza. Ésta se convierte en pura materia prima, en puro espacio de manipulación. En esta línea de desarrollo, el neoliberalismo configura el alma humana. El ser humano se transmuta en el médium sagrado del capitalismo—como lo han puesto de relieve, en diferentes registros teóricos, pensadores como Walter Benjamin y más recientemente Giorgio Agamben (2019), quien subraya que tal religión, por su énfasis en la “culpa” no puede sino destruir el mundo.1 En el neoliberalismo, “la misma alma del individuo debe reflejar esta racionalidad (Newman, 2019: 134). El neoliberalismo, es la lógica que rige en el mundo de la vida cotidiana, haciéndolo invisible para sus mismas víctimas, las cuales internalizan los valores del libre mercado, concibiéndose como empresarios del propio ser2. Es necesario, por lo tanto, desterrar ese neoliberalismo cotidiano del que hablaba Philiph Mirowski (2012), para explicarse la continuación del neoliberalismo después de la crisis de 2007-2008.
El credo neoliberal, internalizado por la subjetividad contemporánea, es insostenible, debido a que no se puede alterar la naturaleza humana sin distorsionar el mismo ámbito social en el que se desarrolla la especie humana. La tecnología, como lo dicen Algis Mickunas y Joseph J Pilotta (1998), se basa en una metafísica de la voluntad, hecha posible por la razón instrumental, la cual basa su “conocimiento” de la realidad en la manipulación hecha por la razón calculadora; la tecnología no resuelve necesidades, sino que las crea, hasta el mismo punto de la adicción. De este modo, la prueba de la verdad de la tecnología está en su potencialidad de transformación, en su poder desnudo. La pregunta, sin embargo, es el punto en el que dicha dominación termina por socavar las propias bases comunitarias de la vida humana. Que ahora vuelva a aparecer la amenaza del fascismo es explicable, al menos parcialmente, por esta carencia sistémica del orden mundial.
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Las recetas neoliberales han sido tan refutadas que Paul Krugman tituló su último libro Arguing with Zombies. Son ideas muertas, sin ninguna funcionalidad, solo mantenidas a través de la corrupción de los órdenes políticos modernos. Desde luego, un valioso auxiliar es la falta de orientación conceptual motivada por la fractura política de las sociedades modernas.
Dicha manipulación termina por provocar la reacción de la naturaleza, de la cual depende nuestra propia existencia. En consecuencia, cada vez se habla con mayor insistencia de una crisis con sus proliferantes síntomas de morbilidad. Éstos se acumulan y ya se había dicho que era más fácil concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo. Incluso se piensa en el estado moribundo del capitalismo neoliberal, lo cual ha hecho que las máximas figuras de la ambigüedad, los zombis y otro tipo de monstruos, se hayan convertido en personajes que representaban una época llena de anomalías3.
En los últimos años, algunos filósofos han puesto de manifiesto ciertas tonalidades que tiñen el mundo como señales de la época, la cual es resumida por Franco “Bifo” Berardi, como la “edad de la impotencia”. Es la época de la aceleración (Harmuth Rosa), del miedo (Franz Bunde), del riesgo (Ulrich Beck), de la ira (Pankaj Mishra), del cansancio (Byung-Chul Han). Es erróneo descartar estas sensibilidades, puesto que en juego se encuentran las claves para entender el presente. La crisis del Covid-19 no debe hacer olvidar la pandemia de depresión que, por ejemplo, hacía prever en México y que ésta iba a ser la segunda causa de incapacidad en el país.
Berardi habla de las vibraciones caóticas de la mente social. Según este autor, la actual explosión de locura son pruebas de una epidemia psicótica que viene de la desesperación y de la duradera humillación. Para Berardi “los intereses económicos de las corporaciones y el cinismo de los políticos sin dignidad y cultura han pavimentado el camino a la presente explosión de locura” (2017: 23). El mismo Han (207:2) habla de la depresión y el cansancio como manifestación de la crisis de libertad que produce el neoliberalismo. Estos malestares no pueden desvincularse de la configuración del alma, o mejor dicho su degradación, en la prolongada época de la religión del Capital.
Debe recordarse, de nuevo, que los eventos traumáticos operan cambios profundos en la sensibilidad de la época. Los signos preocupantes de esta situación proliferan de manera apabullante en este momento. La realidad de la pandemia del covid-19 ha dejado ya poca duda del cambio de época. Parece haber un abismo insalvable entre el ayer de apenas hace nueve meses y la realidad que ahora se vive. Pero la realidad sigue mostrando símbolos mórbidos y estos adquieren rasgos todavía más traumáticos, en sociedades que ya se han acostumbrado a vivir entre los proliferativos síntomas de la muerte.
Hasta el momento no se puede calcular la magnitud de los cambios. Sin embargo, en la medida en que se reflexionen sobre ellos, tienen que lograrse transformaciones profundas del mundo. Las amenazas globales muestran un futuro con un margen escaso de escapatoria, precisamente por el bajo marco de maniobra que permite el calentamiento global, a cuyas consecuencias, precisamente, puede deberse una futura proliferación de las pandemias, entre otro tipo de males igualmente catastróficos.
Al insistir en las tonalidades del mundo, se quiere subrayar la necesidad de la agencia política, una que no es nueva, sino que se ha ido esculpiendo en décadas de humillación. En ese sentido, la aceleración de las crisis no debiera confundirnos hasta la parálisis. La enormidad de los desafíos no debe llevarnos al fatalismo. De ahí la necesidad de la praxis política que se irá fortaleciendo, a medida que comprendamos los peligros y actuemos en consecuencia.
Se necesita una lógica que pueda articular una nueva vida despojada de las limitaciones inducidas por la razón neoliberal. El hecho de que aún contamos con una razón comunitaria, irreprimible por la naturaleza constitutivamente relacional del ser humano, podría generar movimientos políticos capaces de construir nuevos caminos civilizatorios. La inextirpable naturaleza comunitaria del ser humano, enraizada en su constitución sentipensante, constituye uno de los últimos recursos de la humanidad para evitar la depredación final del capitalismo como religión de la muerte. En este contexto, como es de esperar, la corrupción adquiere un sentido más profundo, que supera el marco en el que solemos tratarla. Se dedica la siguiente sección a aclarar ese tema.
La necrocorrupción como alma del neoliberalismo
La corrupción, no podemos negarlo, es una constante en la historia, justamente como lo son las enfermedades, las epidemias y las catástrofes. Carlo Alberto Brioschi (2017) señala la antigüedad de la corrupción, siempre vinculada al poder. Para confirmar la idea de Brioschi basta volver la vista hacia Platón y Aristóteles, quienes dedicaron sendas reflexiones acerca de la corrupción, se puede decir que el primer problema que encontró la reflexión política, al menos en las fuentes del pensamiento occidental, fue precisamente la corrupción.
El problema actual de la corrupción, ahora ya necrocorrupción, es que ésta ha entrado en la misma configuración de la subjetividad humana: ésta sería una consecuencia del capitalismo adoptado como religión. Vaciada de referentes de sentido, la subjetividad neoliberal implosiona, convirtiéndose en un manojo de deseos insaciables y anhelos fallidos. El ser humano se convierte en un proyecto, a menudo de enriquecimiento, sin opción de realización en un mundo desprovisto de referentes comunitarios.
Se puede lanzar la hipótesis, pues, de que la corrupción ha alcanzado proporciones ubicuas, debido a la colonización total de la subjetividad humana en el neoliberalismo. La lógica del capital se hizo omnipresente a través de la tecnología, la cual nos ha convertido en paquetes de datos disponibles para la venta y la manipulación. Un poder de manipulación inmenso, disfrazado de libertad se multiplica en los canales que permite la globalización digitalizada. La necrocorrupción ha creado una desigualdad que fomenta el surgimiento de una élite de elegidos, auténticos profetas de la buena nueva capitalista, capaces de destruir al planeta.
Para comprender el gigantesco alcance de la necrocorrupcion, debe notarse que la corrupción no acontece solo en el sector público: ésta alcanza apenas el 3 por ciento de este flagelo (Hickel 2018: 210). Las maniobras de la microscópica pero exageradamente poderosa élite mundial, han asegurado una constante extracción de riqueza ya no solo del Sur Global, sino también de sus propias sociedades. En consecuencia, es necesario ir más allá del ataque a la corrupción como un aspecto que solo afecta a la política, especialmente la de los países subdesarrollados. Desde luego, no se puede ignorar esta corrupción, ante todo porque el secuestro de la política es lamentable en cualquier lugar, pero tampoco se puede pasar por alto la inmensa distorsión de la vida global que comporta el neoliberalismo. No se puede olvidar su vocación de trituración de la carne y la psique humana, en un orden apocalíptico que ha llevado hasta la sexta extinción.
Esto apunta a una putrefacción casi total del sistema de la globalización. Desde hace varias décadas, se ha permitido la construcción de un sistema de canales que permite la extracción de la riqueza de la sociedad para favorecer a una minúscula élite. Un sistema de evasión de impuestos, de manipulación de precios, de consumismo desenfrenado, de esclavitud financiera y otras prácticas depredadoras, ha generado una precariedad articulada como modalidad de gobernabilidad.
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Para el tema de los delirantes preparativos que los ricos adoptan para evitar el colapso final se puede consultar Garret (2020).
El neoliberalismo ha mutilado las fuerzas morales del ser humano, para reducirlo a un individualismo sin escrúpulos. Es la irracionalidad de una necropolítica en la cual se concentra una ceguera moral sin límites. El ser humano simplemente ha perdido el compás moral de su desarrollo. La corrupción es, entonces, el espíritu del neoliberalismo y los elegidos son los únicos que pueden salvarse. Pueden hacerlo si se deciden a comprar sus búnkeres en Nueva Zelanda o Kansas, para poder sobrevivir al evento final. La irracionalidad se muestra aquí en todo su esplendor. Los “afortunados” que puedan salvarse tendrían que resolver los problemas que la humanidad ha combatido durante milenios. Esto muestra más bien el distorsionado carácter lúdico de los grandes inversionistas tecnológicos, los cuales tal vez albergan la calenturienta esperanza de emigrar a Marte u otro tipo de aventura capaz de alcanzar la salvación que promete el capitalismo desbordado.4
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Como se sabe, el término necropolítica ha sido creado por el filósofo camerunés, Achille Mbembe (2011).
El neoliberalismo necesariamente conduce a la necropolítica5 y necrocorrupción. Restringe las capacidades morales que el ser humano necesita para su florecimiento en proyectos políticos viables. El ser humano es considerado como herramienta cuya existencia se justifica solo como emprendimiento exitoso. En consecuencia, su individualismo atroz, simple irracionalidad, sienta como premisa lo que es un sinsentido, puesto que la vida humana siempre es mucho más rica. La racionalidad siempre supone al otro —el que me exige razones para sentir su dignidad con su sola presencia. Si no se adopta una visión comunitaria del mundo, los horizontes del futuro se diluyen, porque ya no existe el mundo común de la praxis. Entonces solo corresponde un mundo distópico en el que los horizontes se desdibujan para la multitud de condenados que no pudieron vivir y triunfar de acuerdo al evangelio neoliberal.
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¿Cómo se puede ver el mundo desde la región subterránea de una modernidad putrefacta, que ya no puede garantizar la vida de sus excluidos? Los sujetos de la sociedad de la muerte (sociedades como Honduras, Guatemala y México, entre otros países, especialmente los africanos) pueden ver el mundo bajo las categorías trágicas que han articulado las experiencias de su vida. En países como Guatemala, país de origen del autor de este ensayo, sometidos a represiones sangrientas a lo largo de su historia, la muerte se ha hecho una vivencia diaria, cuyo sentido trágico se toma como normal: cuerpos despedazados, de casas quemadas, de poblaciones borradas del mapa. En consecuencia, es muy difícil que surjan movimientos contestatarios desde esa base, debido a la erosión que esto causa en la conciencia de una ciudadanía que acepta la conculcación de sus derechos fundamentales, sin presentar mayor resistencia.
Por esta razón, en la actualidad la necropolítica ha alcanzado niveles espasmódicos. Tales extremos constituyen la esencia del capitalismo y, sin duda, del neoliberalismo. Las gradaciones van desapareciendo hasta crear una obscuridad que va engullendo al mundo entero. La sensibilidad política debe evitar la internalización de la muerte. De otro modo, la necrocorrupción seguirá su labor de precarización de la vida a lo largo del mundo, haciéndola verdaderamente global. Cuerpos despedazados, hechos trizas, como los de los estudiantes de Ayotzinapa (México), quizás sean un día una realidad mundial.6
Vivimos en una guerra civil mundial, como lo han planteado entre otros autores Di Cesare, Berardi y Agamben. La guerra se ha privatizado y hace de víctimas a todos los miembros de la sociedad. En la presente coyuntura norteamericana, por ejemplo, se ha presentado la virtual guerra de Trump sobre su población, usando fuerzas paramilitares. La violencia neoliberal realiza su vocación de muerte: muerte a cambio de dinero. Como lo dice Berardi, “[e]l negocio de la violencia es una de las mayores ramas de la economía global, y la abstracción financiera no discrimina al dinero criminal” (Op. Cit.:135).
En consecuencia, se vive bajo imperativos que han hecho de la miseria una realidad global. A pesar de que subsistan grandes diferencias de vida entre el Norte y el Sur, cada vez existe una guerra civil global que no respeta las fronteras nacionales. Son las manifestaciones más extremas de la psicopatología del neoliberalismo. Sin embargo, también existe el tipo de psicopatología de las que nos hablaba Berardi: la muerte calculada, como es el caso de los muertos por el covid-19 en Latinoamérica. En este contexto, tampoco se puede descartar la mutilación de la mente y el espíritu alcanzada por las redes, las cuales han hecho posible una auténtica guerra de información (Moore, 2018), en la que los ciudadanos son presas de rumores, de noticias falsas, de conspiraciones, de campañas de odio.
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Se hace referencia a la noción de “Estado fallido” con la convicción de que en la configuración de estos han jugado un papel lamentable los intereses geopolíticos de países “no fallidos’, sin olvidar los poderosos factores endógenos. Lo que se quiere subrayar es la increíble fragilidad de la vida en esos contextos.
La situación solo puede ignorarse a costa de nuestro futuro. Bernard Harcourt (2018) ha notado que las tácticas represivas que los Estados Unidos usaron en América Latina son usadas ahora dentro de los Estados Unidos. El sistema debe ser desarticulado de su ambición de totalidad y complejidad corruptora y disruptora. Es posible, entonces, que la continua precarización del mundo lleve a un capitalismo gore, como lo llama Sayak Valencia (2010), al mundo entero y no se confine ya dentro de los denominados “Estados fallidos”7, esto es, aparatos estatales derruidos por la corrupción e incapaces de garantizar los derechos fundamentales de la ciudadanía. Estos, sin embargo, suelen tener a su favor sofisticadas tecnologías de control, las cuales favorecen a los grupos en el poder.
Los modos de combatir la corrupción no reconocen su magnitud ni su verdadera naturaleza. Han sido otra manera de mantener la gobernanza neoliberal en el mundo, al trasladar la percepción de la corrupción a los megaestados criminales. Pero, súbitamente, vemos que el sátrapa global es la plutocracia neoliberal que ya no se siente capaz de compartir el mundo con los menos afortunados. Los países del Norte ya no se pueden proclamar como independientes del Sur global. Ya no se puede vivir en un mundo en el que el respeto a la vida no está debidamente reconocido. Había una plena globalización de nuestra constitución como seres vivos y ésta no puede olvidarse ahora que se vive en una interconexión innegable.
Sin embargo, hemos dicho con anterioridad que las grandes catástrofes traen consecuencias de largo alcance, las cuales dejan su huella en la humanidad. Y ahora nos encontramos con una etapa en la cual los sistemas apenas pueden responder a esta pandemia. El fracaso es absoluto en los países más pobres. Pero la situación es grave también en los grandes países del mundo desarrollado. La pregunta se impone: ¿Es posible pensar en una nueva sensibilidad civilizacional que transforme el destino opresivo en un futuro en el que se pueda hacer algo para garantizar una vida digna para las generaciones futuras?
Se aumenta, con la acostumbrada aceleración, la conciencia de la corrupción global. Día a día se hacen más evidentes los alcances de la corrupción: el escándalo de Jeffrey Epstein, Steve Bannon, el escándalo de la monarquía española. Cada vez se evidencia que el mundo que viene será muy inhóspito para el capitalismo, el cual solo puede sobrevivir ahondando su ideología de la depredación y reduciendo el número de los que pueden salvarse. Pero se debe saber que no todo está garantizado. Puede ser que después del capitalismo venga algo peor, precisamente debido al todavía insuficientemente cuestionado poder de los gigantes tecnológicos y su dominio sobre la información (Mckenzie Wark, 2019).
En consecuencia, muchas de las esperanzas vendrán de una toma de conciencia global de ese Antropoceno que ahora ya no puede ser cuestionada como una puesta al día del catastrofismo. El bote del mundo naufraga y es necesario lanzar una señal a los indiferentes, a aquellos que practican la religión neoliberal, cuya falta de acción política es precisamente el mayor logro del capitalismo neoliberal, un logro que, sin embargo, también hace peligrar su misma existencia puesto que es posible preguntarse el nivel de corrupción y precariedad que puede soportar cualquier sociedad. En resumen, no se puede descartar el marcado descontento de las sociedades actuales, el cual crecerá a medida que los desastres anunciados se hagan realidad.
El orden mundial de la justicia
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Véase Laval y Dardot, 2015: 17
Se tendrán que plantear cambios en la forma en que vivimos en un mundo que ya no puede resistir más el impacto negativo de la actividad humana. Debido a la irracionalidad, el capitalismo debe desmantelarse por el simple hecho de que éste destruye las condiciones socionaturales que hacen posible nuestra vida en un planeta que ya se encuentra herido. El capitalismo es internamente inconsistente; esto es irracional, y solo puede existir con la corrupción y el engaño. Si recordamos la cita de Jean Kovel, según la cual en el neoliberalismo cada quien se convierte en “enemigo de la naturaleza”8, se plantea entonces todo el nivel de mutilación vital del capitalismo neoliberal, puesto que entonces todos somos enemigos de nosotros mismos.
Es posible, tomando esta idea como base, identificar algunos de las transformaciones que deben buscarse. En esta sección, se presta atención a algunas de las más evidentes o urgentes. Estas acciones pueden realizarse si se toman medidas que tomen ventaja de lo que pueda quedar de algunas instituciones. Como se verá, algunas de éstas ofrecen terreno firme para escapar del colapso.
En primer lugar, debe reforzarse el poder del Estado. Apenas puede valorarse la crisis de éste cuando se evalúa la terrible desconstitucionalización del aparato estatal (Sagüés, 2014; Ferrajoli, 2018) que se creó después de la Segunda Guerra Mundial. Algunos hablan incluso de un proceso de putrefacción constitucional, que afecta a países como los Estados Unidos. Se ha vuelto común el arribo de líderes populistas de extrema derecha que vulneran las garantías políticas para hacerse con el poder, como lo hizo Hitler en su tiempo. Por esta razón, una de las grandes enseñanzas de este tiempo es precisamente la cercanía a lo que sucedió en el mundo, en los años treinta del siglo pasado.
El Estado puede servir, en segundo lugar, para desarrollar la presión ciudadana para limitar la fuerza de los gigantes tecnológicos. Ya quedó lejos la ilusión, alimentada por la primavera árabe de que las redes sociales podían garantizar la efectividad de los movimientos sociales en la tarea de democratizar las sociedades. Desde luego, siguen existiendo posibilidades en este campo, pero las redes han ayudado a generar una polarización notable, ante todo por las capacidades de manipulación que plantea la razón algorítmica.
En realidad, no se pueden ni siquiera prever las consecuencias del dominio de la filosofía política de Silicon Valley, un mundo lleno de confianzas ilusorias en la tecnología. Eugenyv Morozov (2014) ha argumentado poderosamente sobre la ideología de estos movimientos, los cuales muestran las notorias debilidades del solucionismo tecnológico, perspectiva que, con el desarrollo de la inteligencia artificial, no solo anticipa la expulsión de la vida de muchas personas, antes de la clase media, sino que también muestra un empobrecimiento radical de la existencia humana.
El control de la tecnología debe quedar en manos públicas y ser sujetado de manera que el mundo no se vea condenado a vivir en una distopía tecnológica. El mundo no puede quedar en manos de personas con una fe inquebrantable, igualmente mutiladora, en la promesa tecnológica. Para esta fe irracional, los seres humanos son un conjunto de datos que pueden ser explotados comercialmente. El desarrollo de la inteligencia artificial puede terminar haciendo innecesarios a muchos seres humanos y ya no solo en actividades mecánicas y repetitivas. Tal vez sea bueno recordar que quizás para el 2030, los sistemas de inteligencia artificial pueden alcanzar un IQ de 10,000 (Barnhizer y Barnhizer, 2019: 4).
No se puede permitir que crezcan los movimientos de control de la población, generando una manipulación de los usuarios, los cuales son controlados a través de plataformas que pueden ser usadas para la explotación. Las redes sociales, por ejemplo, han aumentado la polarización, creando tribus entre las cuales es imposible el diálogo necesario para identificar objetivos comunes. No se trata tan solo de la polarización, sino también de la fragmentación que impide a los movimientos emancipadores alcanzar un piso básico para asentar demandas unificadas que, desde luego, no deben ocultar las diferencias, sino integrarlas en una protesta unificada contra el sistema. No se puede insistir lo suficiente en la importancia de este tema, como un aspecto involucrado en la continuación de una sociedad humana. Al momento de escribir este artículo ni siquiera podemos prever la violencia que albergan los movimientos que se han organizado en el internet profundo en los Estados Unidos en un período de elección. Pero no se puede dudar de que éste puede desembocar en la violencia generalizada de los grupos paramilitares y vigilantes en los Estados Unidos.
En tercer lugar, es necesario avanzar decisivamente en el camino del constitucionalismo global. Es razonable prever que en un momento dado la humanidad va a plantearse un cambio de rumbo, especialmente ahora que se ha tomado conciencia mayoritaria de la interconexión global. Como lo hace ver Yuval N. Harari (2018: 111), vivimos en una civilización mundial que necesita respuestas globales a desafíos que distinguen nacionalidades. Se tendrá que abrevar en repertorios de sentido que han sido desplazados por la hegemonía neoliberal. La cuestión es difícil, pero se pueden localizar algunos caminos, como lo demuestra el auge que ha tomado el derecho comparado, el diálogo entre cortes, y quizás, la creación de una Corte internacional especializada en la corrupción.
Ya hace varios años, destacados pensadores como el Luigi Ferrajoli y Habermas habían enfatizado el valor de un constitucionalismo global. En ese sentido, es necesario retomar los aspectos rescatables del sistema constitucional, como lo hace evidente la crisis del covid-19, el cual demanda una protección del derecho global a la salud. No se puede partir de una irrealizable tarea que no tiene sentido. Estas instancias globales podrían apoyar los procesos para limitar el poder de las grandes compañías, especialmente las de Big Tech. Es bueno partir de las instituciones que todavía guardan una funcionalidad, como sucede con algunas iniciativas de las Naciones Unidas que buscan regular el funcionamiento irresponsable de las corporaciones transnacionales, que hoy por hoy constituyen la raíz de la corrupción estructural que pone en peligro el futuro de la civilización humana.
La razón comunitaria
Para cerrar el argumento básico de este pequeño ensayo, es necesario reflexionar sobre la desarticulación de la religión capitalista que ha distorsionado la subjetividad contemporánea. Buscar un sistema de vida en común que plante una opción de vida para la humanidad globalizada exija una ampliación de sentidos que vaya de acuerdo con los desafíos enfrentados. Un nuevo horizonte de vida para el ser humano, que ahora reconoce su integración en el mundo de la naturaleza, puede sujetar las fuerzas de la corrupción.
Es necesario, en consecuencia, desarrollar la razón comunitaria, ese sentido de vivencia de un mundo común, que pervive en muchas partes del mundo. La tradición de los comunes es la constante en el mundo, aparte de ese ligero período de intensa explotación en el que se constituyó el capitalismo. Este hecho fue posible gracias a la desposesión de las sociedades, como lo prueba el famoso cercamiento de los comunes en la Inglaterra del siglo XVIII. Asimismo, el debate franciscano de los bienes necesarios para la supervivencia alcanza los ecos futuros de la lucha por los bienes comunes.
Debe fomentarse el sentido de que somos parte de una naturaleza que constituye la madre de la vida. Este retorno a los comunes se engrana en nuestra realidad como seres que vivimos en un ambiente natural que demanda equilibrios que se deben respetar. La vida humana no es una realidad autosostenible, sino que forma parte de un sistema supervivo al cual pertenecen tantos organismos que contribuyen a los equilibrios constitutivos de nuestra existencia.
En este contexto, la experiencia de la dignidad, como macroexperiencia constitutiva del mundo compartido, juega un papel importante, puesto que ya podemos comprobar la dignidad de otras especies, la dignidad de la misma tierra. Si se duda de las tonalidades religiosas de esta posición, puede recordarse la religión de la muerte del capitalismo y la importancia que adquiere el concepto multidimensional de Antropoceno. Por el contrario, la conexión con la naturaleza ofrece un repertorio de sentidos que, sin idealizaciones, todavía conocen las personas y pueblos que se entusiasman con los ritmos de la naturaleza. Se puede hablar entonces de una razón comunitaria que reconoce las dimensiones comunales de la naturaleza de la que formamos parte.
Esta razón comunitaria también es reconocimiento del Otro, no solo de la naturaleza y de los otros seres que participan dentro de ella, sino también con las generaciones futuras. Existe una tradición de los bienes comunes que no debe seguir en la sombra. Ésta vuelve a florecer en nuevos esquemas de democracia comunitaria y participativa. Para estos cambios ya se han ideado incluso cambios paradigmáticos en el derecho, como es el caso de las propuestas de Ugo Mattei y Fritjop Capra (2015), en el cual se reconoce la red de la vida a la cual el derecho actual debe adecuarse. Ya no se puede aspirar a sobrevivir dándole la espalda a la naturaleza, vale decir, a nosotros mismos.
Esta tarea de recuperación de la razón comunitaria tiene un papel importante en el terreno de la educación. No se puede educar para un mundo del trabajo en el que los seres humanos son descartables. Es necesario, en consecuencia, evitar la neoliberalización de las universidades. Se debe erradicar esa mentalidad de competencias, de saber hacer sin saber pensar. Por el contrario, nuestros centros de enseñanza, no solo las universidades, deben convertirse en centros de reflexión sobre la razón comunitaria.
La razón comunitaria tiene su anclaje en nuestra vida como seres naturales, como seres constitutivamente entrelazados con el mundo global de la vida y con esa multitud de otros con los que compartimos el misterio de la vida. Bajo esa perspectiva surge un nuevo imperativo moral global: “Actúa de tal manera que contribuyas a la supervivencia de la humanidad en un orden natural que promueva la preservación de la vida”. Esta proposición se irá haciendo cada vez más evidente con el paso de las crisis de todo tipo. Si no lo comprendemos ahora, quizás una peor tragedia en el futuro cercano puede recordárnoslo con mayor apremio.
No quiero concluir este trabajo, sin enfatizar que los países latinoamericanos parecen ofrecer nuevos caminos civilizatorios que, desde luego, se integran con el crisol milenario que ha dejado la experiencia común del ser humano. El sentido de comunidad que ha hecho sobrevivir a estas sociedades parece ofrecerse como un camino. Cuando países como Ecuador y Bolivia crearon sus constituciones y hablaron de los derechos de la naturaleza, reconocieron la dignidad de la naturaleza de la que formamos parte en un mundo de equilibrios ligeros y ahora en peligro. Cuando se habló del Buen Vivir no se hablaba sino del “proceso de vida que proviene de la matriz comunitaria de pueblos que viven en armonía con la naturaleza” (Acosta, 2013: 15). ¿Por qué no empezamos a aceptar que formamos parte de un orden cósmico y que todos pertenecemos a una naturaleza que solo podrá albergarnos si no la destruimos por el afán de una élite corrupta y una ciudadanía global alienada? Este sentido de comunidad marca el signo de los tiempos y constituye la racionalidad de la época.
Cada ser humano es único en su importancia. En realidad, el destino de la humanidad se juega en cada ser humano. La próxima pandemia, la próxima catástrofe se puede originar en un país con un necro-Estado y las consecuencias serían fatales a un nivel global. Un país que no responde con sus ciudadanos será un generador de vibraciones desequilibrantes. En un mundo así, las grandes empresas ya no son necesarias, puesto que éstas solo se alimentan del desequilibrio del mundo. Ésta puede ser una de las lecciones que se pueden extraer de la actual pandemia del Covid-19.
Los cambios que demanda el futuro de las generaciones venideras plantearán luchas intensas en los próximos años, siempre en aceleración constante. Pero, de nuevo, será el planeta el que nos tenga que decir si nuestras acciones dan lugar para la esperanza. Sin embargo, este anhelo solo será posible si existe la factibilidad de vivir la vida sin ver en el otro, ser concreto y orden holístico, solo un objetivo a eliminar.