La tortura como práctica de represión a la protesta social Torture as practice of repression of social protest
Durante los últimos años, Colombia ha experimentado algunas manifestaciones llamadas “estallido social”. La más célebre ocurrió en el 2021 porque en el gobierno de Iván Duque aumentó el número de asesinatos a líderes sociales y el pueblo salió a las calles a manifestar su oposición. Sin embargo, el primer evento que la población vivió fue la muerte del estudiante Dylan Cruz. Esta situación (el estallido social) tiene un doble origen: en el asesinato de Javier Ordoñez el 8 de septiembre de 2022 porque algunos videos mostraron que dos policías lo habían matado en Bogotá, y en las políticas de seguridad democrática de Álvaro Uribe Vélez, defendidas por el gobierno de Iván Duque. En este artículo, analizaré esta situación a través del concepto de “tortura policiaca”.
Au cours des dernières années, la Colombie a connu un certain nombre de manifestations que l’on a regroupé sous les termes d’“explosion sociale” lorsque le peuple a manifesté en nombre en raison de l’augmentations du nombre d’assassinats des leaders sociaux, lors du gouvernement de Iván Duque. La plus connue est celle de 2021 - l’événement marquant étant celui de la mort de Dylan Cruz, un étudiant. L’explosion sociale est marquée à la fois par l’assassinat de Javier Ordoñez, le 8 septembre 2022, à Bogota, et des vidéos montrant deux policiers en train de l’assassiner et par les politiques de sécurité démocratique de Álvaro Uribe Vélez, défendue par le gouvernement de Iván Duque. Dans cet article, j’analyserai cette situation à partir du concept de “torture policière”.
Nos últimos anos, a Colômbia experimentou algumas manifestações chamadas de “surto social”. O mais famoso foi em 2021 porque no governo de Iván Duque aumentou o número de assassinatos de líderes sociais e o povo saiu às ruas para expressar sua oposição. No entanto, o primeiro evento que população experimentou foi a morte do estudante Dylan Cruz. Esta situação (surto social) tem sua origem no assassinato de Javiér Ordoñez em 8 de setembro de 2022 porque alguns vídeos nos mostram que dois policiais o mataram em Bogotá; e nas políticas de segurança democrática de Álvaro Uribe Vélez, defendidas pelo governo de Iván Duque. Neste artigo, vou analisar esta situação através do conceito de “tortura policial”.
During last years, Colombia has experienced some protests called “social explosion”. The most popular was in 2021 because in Iván Duque’s government increased the number of kills the social leaders and the population went out to the streets to manifest their opposition. However, the first event that the people went through was the Dylan Cruz death. This situation has an origin in the Javier Ordoñez murder on 8 September 2022 because some videos show us that two police officers killed him in Bogotá; and in the politics of democratic security from Álvaro Uribe Vélez, who defended for Iván Duque’s government. In this article, I will analyze all this situation through the concept of police torture.
Introducción
Desde el 2019, Colombia ha vivenciado algunos acontecimientos, enmarcados en las protestas sociales, que muestran cómo el exceso de la violencia ejercida por la fuerza pública, policías y fuerzas especiales, han devenido en casos de tortura que registraron unos hechos como hitos que desencadenaron la furia de la ciudadanía para exigir justicia ante el Estado colombiano. En ese año (2019), se gestaron varias manifestaciones convocadas por líderes sociales en contra del manejo que se le estaba dando a la administración pública, la cual estaba a la cabeza del en ese entonces presidente de la república Iván Duque Márquez. Las exigencias que se le hacían a este gobierno estribaban en mayores recursos para la salud de los colombianos, más oportunidades para que los jóvenes pudiesen ir a estudiar a las universidades que se encontraban en una profunda desfinanciación y, al mismo tiempo, mayores oportunidades de empleo. La respuesta por parte del presidente y de su equipo de gobierno se enmarcó en la represión policial, en la desaparición, tortura y muerte de algunos líderes sociales (Escobar, 2022).
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Cabe destacar que La extrema derecha gobernó en Colombia, desde el 2002 hasta la llegada del llamado gobierno del cambio representado por Gustavo Petro Urrego a partir de su elección el 07 de agosto de 2022.
Esta manera de proceder del Estado colombiano, en este año (2019), administrado por el presidente Iván Duque Márquez, como representante de la extrema derecha1 en esta nación, tuvo su origen remoto en las políticas de seguridad democrática instauradas dos décadas atrás por Álvaro Uribe Vélez, en sus dos períodos como presidente de Colombia (2002 – 2006; 2006 – 2010); o sea que se repitieron hechos de violencia, tortura y exceso de la fuerza pública que habían sido implementados ya. Para Iván Duque Márquez, este asunto de seguridad nacional debía resolverse a fuego y espada, de ahí que, ante las constantes protestas, la respuesta siempre fue mediante el envío de tropas de la fuerza pública para dispersar, con gases lacrimógenos, las manifestaciones.
Ahora bien, ante estas consideraciones, se hace necesario tomar como puntos de estudio los siguientes acontecimientos: las protestas sociales del 2019 fueron sosegadas por la llegada del Covid 19 y las restricciones a la movilidad de los ciudadanos que este virus trajo consigo. En este año, uno de los sucesos que mayor controversia originó, fue el asesinato del estudiante Dilan Cruz Medina a manos de la fuerza pública, en una marcha realizada el 25 de noviembre de 2019.
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Se reportaron otros asesinatos y desaparecidos por parte de la fuerza pública colombiana.
También se debe hacer referencia a la tortura y posterior asesinato del estudiante de derecho Javier Ordoñez, el 08 de septiembre de 2020 y que da lugar a una serie de disturbios en varias ciudades del país2. Se reclama justicia para Javier Ordoñez en tanto que, en los videos que circularon del momento en el que fue torturado, se ve a los policías Harby Damián Rodríguez y Juan Camilo Lloreda haciendo un uso excesivo de la pistola eléctrica Taser y, posteriormente, en un Centro de Atención Inmediata, le propinan golpes al estudiante, lo cual le genera una hemorragia interna y un politraumatismo que lo lleva a la muerte, unas horas más tarde, en un hospital, mientras todavía está bajo la custodia de la policía nacional de Colombia.
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Muchos manifestantes perdieron sus ojos a causa de los excesos de la fuerza pública.
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Simbolizadas por la muerte del estudiante Dilan Cruz.
En 2021, los colombianos salen nuevamente a las calles para manifestar en contra del manejo de la pandemia, la situación económica del país, la reforma tributaria, y la brutalidad policiaca por las torturas - consideradas como una forma de expansión de la democracia en Colombia - a las que han sido sometidos manifestantes3 en las marchas del 20194.
En el presente artículo, se analizará el concepto de tortura en el marco de estas manifestaciones sociales denominadas como el “Estallido Social” o el “Paro Nacional”, haciendo especial énfasis en los acontecimientos ocurridos en el 2019, la muerte de Dilan Cruz, el asesinato de Javier Ordoñez y el estallido social del 2021. Para ello, se debe exponer en breve el contexto histórico del inicio de las intervenciones militares en cascos urbanos como Medellín, afianzado por la extrema derecha, en dónde se da origen a la llamada “Política de Seguridad Democrática” del expresidente Álvaro Uribe Vélez y que se aplica en Colombia hasta la presidencia de Iván Duque Márquez, deviniendo en una política de tortura y de impunidad estatal. La tortura, como elemento de control por parte del Estado, favoreció la hegemonía de las armas en la fuerza pública, aunque el costo humano lo ha sufrido la población civil.
Antecedentes de la seguridad democrática y las intervenciones militares
Durante el 2002, Medellín (Colombia), vivió algunos acontecimientos vinculados con la violencia directa (Galtung, 1998) partiendo en dos la historia particular de esta ciudad, ya que marcaron un antes y un después, en la manera en la que se desarrolló el conflicto entre el Estado y algunos grupos armados. Ello se debe a que, hasta ese momento histórico, no se había presentado un continuo combate en ciudades principales en Colombia ni se había puesto en marcha una serie de intervenciones militares – implementadas en el marco de la Política de Seguridad Democrática iniciada por el expresidente Álvaro Uribe Vélez – para recuperar el orden y el control de ciudades que, como Medellín, habían caído en manos de grupos armados ilegales.
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El narcotraficante más célebre que ha tenido el país (Velásquez, 2015).
En el contexto local de Medellín, la segunda ciudad más poblada de Colombia, algunos sectores como la Comuna 13 – San Javier (Noroccidente) y la Comuna 1 – Popular (Nororiente), para el 2002, estaban siendo dominadas por las insurgencias de las extintas guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), algunos miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Comando Armado del Pueblo (CAP). Estos grupos, alzados en armas, se emplazaron en estas dos zonas de la ciudad desde la década de 1990, tras la muerte de Pablo Emilio Escobar Gaviria5 y porque estos territorios permitían tener corredores estratégicos para el tráfico de estupefacientes y de armas hacia otras ciudades y regiones, tanto del departamento, como del país. Así pues, el hecho de dominar estos territorios permitía que los grupos al margen de la ley tuvieran la posibilidad de controlar las rutas mediante las cuales extraían o ingresaban a la ciudad algunos elementos de sus actividades como grupos de insurgencia tales como armas, drogas, entre otros.
El negocio de las drogas ilegales era tan rentable para estas insurgencias (Escobar, 2023), conocidas en esa época por sus vínculos con ideologías milicianas de izquierda con tendencia marxista-leninista, surgió un nuevo actor en el conflicto para disputarse estas rutas y así obtener más ingresos para los fines de la nueva organización. Este actor son las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), quienes llegan a Medellín con el Bloque Cacique Nutibara (BCN) y el Bloque Metro (BM), ambos comandados por Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, con una ideología de corte fascista y una tendencia política de extrema derecha. Si bien es cierto que las AUC tuvieron su auge en Colombia a mediados de la década de los 90, solo fue a finales de esta década y a principios de los 2000, cuando ingresaron a ciudades capitales como Medellín para ampliar sus actividades y encontrar otras fuentes de financiación, en este caso particular, mediados por las rutas del tráfico de armas y de drogas ilícitas, las cuales, al estar en posesión de las milicias de las FARC, el ELN y el CAP, fueron la causa de una guerra entre estas y las nacientes AUC.
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Para Luis Pérez Gutiérrez estaba claro que no podía ser el alcalde de una ciudad si no podía ejercer su autoridad en todos los barrios de Medellín (Aricapa, 2015), pues, a principios del 2002, cuando quería inaugurar una sede de un hospital en el barrio La Quiebra, de la Comuna 13, tuvo que regresarse porque los milicianos del ELN no le permitieron ingresar al barrio (Aricapa, 2015).
Todos estos grupos, al margen de la ley, entran en disputa tanto en la Comuna 1 – Popular, como en la Comuna 13 – San Javier, aunque las condiciones de estas disputas, comenzadas con mayor fuerza a finales del 2001, se enfocaron con mayor atención en esta última comuna en tanto que allí se dio una mayor resistencia de los grupos milicianos para “no dejarse sacar” del territorio en el que llevaban varios años emplazados. El alcalde de la ciudad, que en esa época era Luis Pérez Gutiérrez, implementó algunas intervenciones militares para garantizar la seguridad de quienes no estaban en el conflicto y para que la hegemonía de las armas, que en esa época había caído en manos de los grupos ilegales, volviera al Estado colombiano6.
Ante tal circunstancia, la solución que se dio fue la implementación de una serie de intervenciones militares en la ciudad para que, mediante el uso de la violencia directa (Galtung 1998), se restableciera el orden y el control en las zonas que habían caído en manos de las milicias. En aquellos días, el Estado colombiano negó rotundamente la posibilidad de entrar en negociaciones con estas organizaciones al margen de la ley, pues, según comentarios de quienes estuvieron allí presentes como Rendón (2017), la violencia era tal que hasta la misma fuerza pública tenía miedo de llegar a la Comuna 13: el día en que Luis Pérez Gutiérrez tuvo que regresar sin inaugurar el centro de salud, los ocho policías que hacían parte de su esquema de seguridad se esfumaron afirmando que ellos solos no tenían las condiciones necesarias para enfrentarse a los grupos armados ilegales. Así pues, se estableció que la mejor vía para recuperar la hegemonía de las armas y la garantía de la seguridad ciudadana era la implementación de varias intervenciones militares que permitiera la captura de los responsables de los hechos violentos y, además, la terminación del conflicto que se vivía en la zona.
En total, fueron 27 intervenciones militares las que permitieron cumplir con este objetivo, aunque la sociedad recuerda dos con mayor profundidad (Mariscal, en mayo del 2002 y Orión en octubre del mismo año), pues las demás no tuvieron el impacto deseado sobre los grupos que en ese momento estaban emplazados en Medellín. Tanto Mariscal como Orión, tuvieron una mayor planeación y un impacto que, después de 20 años, sigue presente en la memoria de los habitantes de la Comuna 13 por la crudeza de lo vivido. Algunas de estas operaciones fueron bautizadas con nombres que solo la prosopopeya militar de aquella época podía otorgar: Primavera, Otoño I, Orión, Mariscal. Según Escobar:
Otros de los nombres de estas operaciones son Violeta, Otoño II, Marfil, Prisma, Águila, Horizonte, Orquídea, Turquesa, Transparencia, Náufrago, Azabache, Contra Fuego, Antorcha Blanca. Parecieran nombres de poemas, pero fueron intervenciones militares desarrolladas en la Comuna 13 bajo la alcaldía de Luis Pérez Gutiérrez. (2023: 23).
De estas intervenciones militares, Orión se convirtió en el símbolo de la barbarie (Escobar, 2023) en la cual el Estado colombiano sometió a la población civil durante los días de su implementación. Los habitantes de la Comuna 13 no eran culpables de que las milicias se hubiesen asentado en este territorio, pues los dilemas de la justicia, como el acceso a los servicios básicos para la vida como el agua potable y la electricidad, les fueron negados cuando la comuna se pobló y los únicos que estuvieron ahí para garantizar los derechos básicos de la población civil fueron los grupos milicianos (Escobar, 2023). Extrapolando un poco las palabras que Adorno (1998) diría en el marco de las intenciones de la no repetición de Auschwitz, me atrevería a decir que “la exigencia de que Orión no se repita, es la primera que se le debe hacer a la educación” (p. 79). Esta idea representa el llamado de algunos colectivos de mujeres como Madres que Caminan por la Verdad, quienes llevan más de dos décadas clamando justicia y buscando las personas dadas por desaparecidas en el marco del conflicto armado en Colombia, con especial énfasis en las intervenciones militares que dieron origen a la instauración de la política de seguridad democrática.
Esta exigencia de que Orión no se repita se debe a que lo vivido en el marco del conflicto particular de la Comuna 13 y el inicio de la implementación de la Política de Seguridad Democrática del expresidente Álvaro Uribe Vélez, haya generado cierta imagen de impunidad hacia los hechos delictivos que cometieron algunos comandantes de la fuerza pública en tanto que, por ejemplo, los militares comenzaron la Operación Orión justo al lado del centro de salud de San Javier, lo cual constituye una violación al derecho internacional humanitario (Aricapa, 2015). Por si fuera poco, las desapariciones sistemáticas que se produjeron antes, durante y después de Orión, han sido particularmente significativas; dieron origen a una fosa común que en la actualidad se conoce como la Escombrera y que, según Giraldo (2015) ostenta el récord de ser la fosa común más grande del mundo, con una cantidad indeterminada de cuerpos sepultados bajo cerca de cuatro millones de toneladas de escombros.
Las autoridades tomaron el control de la Comuna 13, lo que implicó también según Escobar (2023) la instauración de un estado paramilitar en Colombia, lo cual se simboliza por el sitio conocido como La Escombrera, un relleno sanitario en el cual se depositaron más de cuatro millones de toneladas de escombros bajo las cuales, presuntamente, se encuentran los cuerpos sin vida de centenares de víctimas de desaparición forzada, producto de las intervenciones militares.
En el marco del conflicto de la Comuna 13, las familias llevan dos décadas solicitando al Estado esclarecer los hechos y recuperar los cuerpos de sus familiares para que reposen en camposanto y puedan hacer su duelo. De los alcaldes que ejercieron su mandato en estas dos décadas solamente Aníbal Gaviria Correa y Daniel Quintero Calle procuraron escucharlas a y buscar a los cuerpos de sus seres queridos en la Escombrera, pero la búsqueda no dio ningún resultado positivo.
Estos hechos, sufridos tanto por las familias como por víctimas, y que acompañaron lo vivido antes, durante y después de Orión, con la política de seguridad democrática, solo se pueden considerar, en virtud de la Convención de las Naciones Unidas, como actos de tortura:
A los efectos de la presente Convención, se entenderá por el término “tortura” todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a estas (Rojas, 2009: 592 – 593).
Así pues, lo acontecido en el marco de las intervenciones militares en la Comuna 13 de Medellín, podría ajustarse a la definición que la convención de las Naciones Unidas otorga acerca del concepto de tortura, pues, si bien es cierto que el Estado colombiano tiene la obligación de garantizar la seguridad de la ciudadanía, se han presentado algunos actos que se cometieron por fuera de la legalidad, como el hecho de emplazarse en la puerta de entrada del hospital de la comuna para enfrentar a fuego y espada a los ilegales (Aricapa, 2015; Rendón, 2017) o para determinar quiénes podían ser atendidos o no en este centro médico (Montoya, 2021), pues los militares, en aquella época, negaron la atención médica a aquellos que tuvieran algún tipo de vínculo con las milicias emplazadas en el territorio.
Además, se podría complementar esta definición con lo dicho en el Código Penal colombiano cuando se afirma que la tortura es “una práctica social que consiste en hacer daño a una persona para obtener información mediante la fuerza, que causa daño físico o mental (art. 178)” y también refiere que cualquier trato degradante, inhumano o cruel, son otras formas de practicar la tortura y esta, a su vez, puede ser ejercida tanto por el Estado como por particulares, solo que, en el transcurso del presente artículo, se hará particular énfasis en los hechos cometidos por el Estado.
Más allá de la adscripción o no a un grupo miliciano y a los enfrentamientos con la fuerza pública, son los jueces quienes determinan la gravedad de los hechos y las penas que deberían dársele por su participación en el marco de un conflicto armado, no los militares en medio de las balaceras que se formaron a causa de las intervenciones militares. Así pues, un primer elemento de tortura podría ser la negación de servicios de salud, en medio de una confrontación armada como la que se vivió en el desarrollo de la Operación Orión (Aricapa, 2015; Rendón, 2017 y Montoya, 2021). Debe agregarse la cantidad indeterminada de desaparecidos que, después de 20 años, siguen siendo buscados por varias familias - sin que haya habido un verdadero compromiso por parte de las administraciones locales, departamentales y nacionales por buscarlos, sufriendo ellas tortura psicológica, según la definición del código penal colombiano por el trato inhumano que se les ha dado a los cuerpos, al no reposar en un camposanto sino bajo toneladas de escombros y de basuras. Este acto nos daría elementos para pensar que en la instauración de la política de seguridad democrática se tuvo que ejecutar un principio de tortura colectiva para recuperar la hegemonía de las armas que, como ya se dijo, había caído en manos de las milicias.
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Esto es lo dispuesto en el decreto 1790 del 2000, por el cual se modifica el Decreto que regula las normas de carrera del personal de oficiales y suboficiales de las Fuerzas Militares (artículo 5).
Sabemos que la fuerza pública en Colombia tiene como objetivo ejecutar las órdenes que reciben de sus altos mandos. En el caso particular de Orión, la instrucción de llevar a cabo esta intervención militar provino de parte del presidente de la república, quien funge como comandante supremo de las fuerzas armadas7. Como vimos antes, la orden presidencial se hizo por solicitud expresa del alcalde, quien llamó a la presidencia a contar todo lo que hasta ese momento había realizado (Aricapa, 2015) sin haber triunfado en la recuperación del orden y control de la Comuna 13 de Medellín.
En este sentido, las fuerzas militares recibían órdenes que debían ejecutar pues eran los superiores, quienes estaban sentados en sus despachos, quienes habían dado la orden para ejecutar la Operación Orión. Lo irregular es que se haya actuado de la mano del ejército paramilitar de las AUC, que estaban comandadas por Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, quien permaneció en la Comuna 13 durante los cuatro años siguientes a la culminación de Orión, hasta su posterior desmovilización con los bloques paramilitares que comandó. Se debe agregar que el hecho de haber recibido la orden de ejecutar esta intervención miliar no exime de la responsabilidad por los crímenes que, aparentemente, se cometieron en ella, entre los que podrían gestarse los continuos señalamientos a la comunidad por considerarla como colaboradora de las milicias y la tortura psicológica a la que fue sometida. Ahora bien, resultaría que la responsabilidad por los hechos cometidos en el marco de esta intervención militar no debe recaer solo en los soldados que la ejecutaron sino también en los políticos que la ordenaron.
Todos los hechos que se han gestado en esta intervención militar llamada Orión representan el origen de la aplicación de la política de Seguridad Democrática del expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien instaura una lucha frontal en contra de las milicias, las expulsa de ciudades capitales como Medellín para continuar en una lucha armada en zonas donde la vida de las personas no estuvo tanto en riesgo; pero, los bombardeos y las demás hostilidades entre las fuerzas militares y las guerrillas de las FARC y el ELN sobre todo, continuaron durante todo su período presidencial, el cual terminó en el 2010.
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En Colombia, los falsos positivos fueron una serie de desapariciones o asesinatos extrajudiciales. Algunos miembros de las fuerzas militares, como el general Mario Montoya Uribe, han sido investigados por estos hechos en los que se asesinaban o desaparecían campesinos para luego presentarlos ante la comunidad y los medios de comunicación como guerrilleros caídos en combate. De esta manera, los militares reclamaban vacaciones o beneficios en la carrera militar por los objetivos alcanzados, mientras que las familias tenían que iniciar procesos penales para limpiar el nombre de sus familiares, quienes, además de ser ejecutados o desaparecidos, eran falsamente acusados de pertenecer a grupos alzados en armas.
La política de este presidente consistía en atacar y exterminar a todos aquellos que considerara como enemigos internos del Estado, para lo cual tendría que combatir a como diera lugar y no ver que, en muchos de los enfrentamientos, perdían la vida campesinos inocentes que, posteriormente, fueron reportados como “falsos positivos”8 (Barreto, 2019). Esta política de seguridad democrática estuvo en vigencia en Colombia durante dos décadas, autorizando a los militares a cometer ciertas acciones extrajudiciales, presionados también por las constantes solicitudes de resultados y sometiendo a la población civil a un conflicto que jamás se pidió ni se solicitó.
Durante el estallido social en Colombia, también se instó el cese de esta política y el respeto al derecho a la vida como derecho que origina los demás derechos en la carta magna en esta nación, de tal suerte que no se presione tanto a las fuerzas militares para que estas, a su vez, no cometan actos de exceso de fuerza, para satisfacer las ansias de resultados de los altos mandos militares. Esto nos llevó a que, en las manifestaciones y protestas ciudadanas del 2019 y del 2021, por ejemplo, la policía y el ejército debiera usar la fuerza desmedida para despejar las protestas, presionados también por la exigencia de resultados inmediatos por parte de los altos mandos, quienes, excusados en la política de seguridad democrática aún vigente en la presidencia de Iván Duque Márquez, solicitaban bajo cualquier mecanismo el resultado de la dispersión de las protestas. En este contexto es que se circunscribe lo que en adelante se expondrá.
El caso de Dilan Cruz
A finales del 2019, en Colombia se dieron una serie de manifestaciones que se denominaron como “Paro Nacional 21 N” o se conocen simplemente con el apelativo de “Protestas nacionales del 2019” o “Estallido Social”. Estas han tenido un origen multicausal tales como la erradicación de una reforma tributaria que pretendía ampliar el Impuesto al Valor Agregado (IVA) de productos de la canasta familiar, entre otros productos y servicios básicos para la vida; la defensa de la vida de los líderes y las lideresas sociales que estaban siendo asesinados de forma sistemática en el país (Escobar, 2022); la protección de los páramos; los excesos de la fuerza pública en la atención de manifestaciones; el establecimiento de una política anticorrupción; un sistema de salud deteriorado. Estos factores originaron un malestar generalizado e impulsaron a las diferentes centrales obreras, movimientos estudiantiles, sindicatos, cuerpos médicos, entre otros sectores, a movilizarse y a salir a las calles para plantear algunas exigencias al gobierno nacional para la mejora de las condiciones de vida y de salud, acceso a empleos dignos para la población joven, protección del derecho inalienable a la vida, defensa ambiental de los páramos, acceso a la educación superior y la disolución del Escuadrón Móvil Antidisturbios, más conocido en Colombia como ESMAD – fuerza especial de la policía para disolver manifestaciones.
Como puede verse, amplios sectores de la sociedad salieron a las calles a manifestar su indignación y su oposición a cómo se estaban manejando diversas aristas de la administración pública, siendo múltiples los argumentos que movilizaron a las diferentes centrales sindicales del país a manifestar su oposición al manejo que se le estaba dando al país y a la administración pública. Ante estas circunstancias, se iniciaron las manifestaciones con la marcha del 21 de noviembre del 2019, con algunas medidas arbitrarias por parte de Estado, como, por ejemplo, el acuartelamiento en primer grado para todas las fuerzas militares (González, 17 noviembre 2019). Muchas empresas decidieron no laborar ese día dado que consideraban que no estaban dadas las garantías de seguridad para sus trabajadores ni sus proveedores durante la jornada que se planteaba como violenta. Por parte de las autoridades y los medios masivos de televisión se emitieron varios comunicados y se abordó de una manera un tanto compleja la manifestación, generando zozobra entre los ciudadanos. Sin embargo, salvo en algunas secciones aisladas de la sociedad, la jornada de movilización transcurrió en tranquilidad, aunque se convocaron nuevas manifestaciones para días posteriores, pues la lucha sería amplia dadas las múltiples exigencias que se le estaban elevando al gobierno nacional.
Para el día 23 de noviembre de 2019, los movimientos estudiantiles en Colombia convocaron una marcha en diferentes zonas y ciudades del país con la pretensión de elevar sus voces solicitando mayores oportunidades para el acceso a la educación superior y la financiación de las universidades públicas, pues, según aseveraban estos movimientos, las universidades tenían un déficit económico y ellos querían apoyarlas mediante las manifestaciones públicas. Entre los asistentes, se encontraban estudiantes universitarios y de colegios públicos y privados que deseaban estudiar carreras profesionales; al no tener cómo financiar los elevados costos de las universidades privadas en Colombia, exigían ampliar los cupos para las públicas y así tener mejores oportunidades para el ingreso a estas y así cumplir con el sueño de ser profesionales. Esto implicaba una mayor inversión estatal en las universidades públicas para que estas, a su vez, pudieran garantizar una ampliación en los cupos ofertados a los aspirantes y el pago de la deuda que, según defendieron los líderes estudiantiles, existe en Colombia con respecto a las universidades. Entre los participantes se encontraban los estudiantes del colegio Ricaurte IED, con sede en la ciudad de Bogotá, capital de Colombia. Entre estos estudiantes se encontraba Dilan Cruz Medina de 18 años, quien cursaba grado once en la institución y se encontraba próximo a graduarse como bachiller.
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A raíz de este suceso, la Procuraduría General de la Nación, el 14 de enero de 2020, prohibió a los miembros del ESMAD la utilización de escopetas calibre 12, por falta de capacitación.
Cuando la manifestación estudiantil se encontraba pasando por la calle 29 con la carrera cuarta en Bogotá, los miembros del ESMAD, con la intención de dispersar la manifestación y acabar con los bloqueos a la movilidad que se estaban produciendo en el momento, detonan varios gases lacrimógenos y accionan una escopeta calibre 129. Por desgracia, impacta en la parte anterior la cabeza de Dilan Cruz Medina, quien cae al suelo. Posteriormente es trasladado a un centro hospitalario y, luego de dos días de convalecencia, fallece. De inmediato, el capitán del ESMAD Manuel Cubillos Rodríguez es retirado de su cargo para cumplir con funciones administrativas dentro de la fuerza pública mientas se llevan a cabo las investigaciones acerca de lo sucedido en esta jornada.
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Cabe destacar que en un reporte publicado el 4 de septiembre de 2023 por varios períodos como El Tiempo, El País, W radio entre otros, se afirma que, en un nuevo peritaje realizado por Forensic Architecture se estima que el disparo que recibió Dilan Cruz Medina fue intencionado.
Como parte de la emocionalidad del momento, el movimiento estudiantil (apoyado por el dictamen de medicina legal), afirma que la muerte de Dilan Cruz Medina es un asesinato, mientras que otras entidades como la Fiscalía General de la Nación y la Procuraduría determinan que se debe continuar con la investigación para mostrar si hubo intencionalidad en el gesto del capitán del ESMAD en asesinar a este estudiante o si fue pura casualidad10.
En este artículo no se debatirá sobre la culpabilidad o no de quienes estuvieron involucrados en este hecho, pues para ello existe una investigación por parte de las autoridades competentes para determinar, en un juicio de hecho, lo que sucedió y las consecuencias de ello. Hasta este momento no se encuentran evidencias determinantes, con los involucrados en el hecho, acerca de qué sucedió. Por otra parte, el juicio e investigación deben permanecer en privado para salvaguardar la vida y la integridad de quienes están inmersos en ellos. Aunque ha sido lamentable lo sucedido con Dilan Cruz, quien fallece como ya se expuso, es menester que las autoridades también garanticen el debido proceso y la defensa de quien accionó el arma.
Como se mencionó más arriba, la intención primera fue la de ejecutar la orden de disolver la protesta, no de asesinar a alguien. Así pues, las autoridades continúan en las investigaciones para el presente caso, pero, cada día, se exponen nuevas circunstancias para el mismo. Es el caso del reporte publicado por varios periódicos como El Tiempo y El País en el que se afirma que, según un peritaje hecho por Forensic Architecture, hubo intencionalidad de herir a Dilan Cruz cuando se disparó la escopeta calibre 12 – conclusión a la que se llegó por varias fallas en el procedimiento que hizo la fiscalía colombiana al momento de determinar los hechos (Coronel, 04 de septiembre de 2023).
Lo que sí puede determinarse es que, en el imaginario colectivo y en lo que se manifestó por el movimiento estudiantil en los días posteriores a la muerte de Dilan Cruz Medina es que se consideró como un caso de tortura y de vulneración al derecho legítimo a la protesta, aunque, si nos atamos a lo que nos dice la convención de las Naciones Unidas, introducida más arriba, no se circunscribe necesariamente a esta definición en tanto que la muerte (luego de dos días de estar hospitalizado en un centro médico) se derivó estrictamente de las funciones de un servidor público.
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El revuelo nacional producido por la muerte de Dilan Cruz Medina se convirtió en uno de los símbolos de la lucha y la resistencia estudiantil en el marco de las protestas nacionales.
No obstante, sí podría tratarse como un caso de tortura según lo que se introdujo más arriba acerca del código penal colombiano en tanto que lo vivido por Dilan Cruz Medina y su familia, puede considerarse como un hecho cruel e inhumano. Un estudiante de un colegio de Colombia, sin el entrenamiento necesario y desarmado, fue impactado, por la espalda, con una escopeta calibre 12. Más allá de la intencionalidad, ¿podría justificarse la dispersión de la protesta social bajo este tipo de disparos? Si bien desde el ámbito internacional puede no ingresar en el caso de tortura, parece que en el caso nacional colombiano sí se lo podría relacionar11.
El caso de Javier Ordoñez
De otra parte, tenemos el caso de Javier Ordoñez, un estudiante de derecho, padre de dos hijos y taxista (Murillo, 16 de marzo de 2021). En confusos hechos, durante la noche del ocho de septiembre del 2020, él fue requerido por dos patrulleros de la policía, Harby Damián Rodríguez Díaz y Juan Camilo Lloreda Cubillos. En medio del requerimiento de los patrulleros y en los videos que se han viralizado, luego, por redes sociales, se observó que ellos usaron sus pistolas tipo Taser (un arma de electrochoques diseñada para incapacitar personas mediante descargas eléctricas) en contra de Javier Ordoñez. Mientras que este ciudadano clamaba que lo dejaran, que ya no le dieran más descargas eléctricas, algunos transeúntes registraban con sus celulares el ataque policial. Posteriormente, Javier Ordoñez fue trasladado al Centro de Atención Inmediata (CAI) de la policía en el barrio Villa Luz (Bogotá), en donde, según el reporte de medicina legal, le propinaron repetidos y violentos golpes que provocaron su muerte, mientras todavía estaba en custodia de la policía nacional de Colombia.
Este caso fue ampliamente conocido y difundido por los medios de comunicación en Colombia, tanto impresos como digitales, pues representó en su momento un caso de brutalidad policial y de tortura por la forma en la que golpearon a un ciudadano indefenso. Si bien es cierto que los hechos sucedieron por fuera de las manifestaciones ciudadanas (las cuales pararon una vez iniciaron las medidas de restricción a la movilidad a causa de la pandemia derivada del Covid 19), provocaron la ira de centenares de personas que comenzaron a salir a las calles desde el 09 hasta el 21 de septiembre del 2020, para reclamar justicia por este caso de abuso y brutalidad policial. En las manifestaciones que se generaron por esta muerte, la mayoría en Bogotá, aunque también se replicaron en otras ciudades de Colombia, se produjeron diversos disturbios que, según García (09 de septiembre de 2021) provocaron, en total, 13 muertes y cerca de 400 heridos, sin contar con los daños económicos dado que varios CAI fueron incendiados tras la ira de los ciudadanos que clamaban justicia. Cabe destacar que no toda la fuerza pública se encuentra inmersa en investigaciones derivadas de sus acciones ni todos los policías, como estos dos patrulleros, abusan de su poder ante los demás. Son casos aislados de esta institución, aunque en esta oportunidad la ira de centenares de ciudadanos se vio volcada sobre la policía nacional.
En este caso particular, el caso se ajusta a la definición del concepto de tortura que se introdujo más arriba, dado que los dos patrulleros de la policía declararon, en los procesos penales que se llevaron en su contra, que cometieron esos desmanes porque consideraron a Javier Ordoñez como culpable de haberlos incitado con anterioridad a pelear en contra de ellos, así que aprovecharon una oportunidad para desquitarse de él, sin saber que por su actuar, el ciudadano terminaría muerto. En este caso, la definición de la tortura puede aplicarse en la medida en que un funcionario público, en este caso los patrulleros de la policía, castigaban a alguien por un delito que creían que había cometido. No solamente provocó la muerte de un estudiante, sino que, se ejecutó bajo la modalidad de tortura agravada, ya que no tuvo, en ningún momento, la posibilidad de defenderse cuando él clamaba que lo dejaran tranquilo.
Aunque, en principio, los patrulleros se declararon inocentes del delito que se les imputó, los videos y los reportes de medicina legal, fueron determinantes para que los jueces dictaminaran su implicación en este caso de tortura y abuso policial. Sin embargo, es de reconocer que no todos los policías, en Colombia, tienen este accionar ni abusan de la fuerza, pero en esta oportunidad, el nombre de la institución se vio manchada y llevó a una serie de agresiones en contra de la fuerza pública. Al patrullero Juan Camilo Lloreda Cubillos lo condenaron a 20 años de prisión (Parisi, 21 de abril de 2023) mientras que a Harby Damián Rodríguez Díaz, a inicios de 2023, un juez lo condena por los delitos de homicidio y tortura agravadas sin dar a conocer, todavía, el tiempo que pasará en una cárcel.
Ahora bien, lastimosamente, en algunos hechos como los aquí expuestos, incluidas las operaciones militares del 2002, se observa que a causa de la política de seguridad democrática se le ha otorgado a la fuerza pública una serie de mecanismos para la implementación de la seguridad que bien podrían ser utilizados de una manera poco adecuada si no se le otorga la suficiente formación a los miembros de la institución que conforman la policía nacional.
Si bien dos casos no representan la totalidad de los efectivos de la fuerza pública vinculados a la policía nacional, lo que sí no deja de ser preocupante es el que abusen de su autoridad y sometan, mediante la tortura y la violencia, a un ciudadano indefenso.
El estallido social del 2021, desapariciones de estudiantes y los casos de ojos sacados
Todo este contexto está enmarcado en la política de seguridad democrática que ha comenzado hace 20 años en Colombia con intervenciones militares que contribuyeron a que los bastiones milicianos que existían en ciudades capitales como Medellín, desaparecieran. Desde esta época se ha revestido a la fuerza pública en Colombia una serie de armas y mecanismos para que los policías pudieran defenderse y garantizar la seguridad de la comunidad que tenían a su cargo. Ahora bien, pareciera ser que los miembros de la fuerza pública continuaran ejecutando las medidas de la política de seguridad democrática, es decir, bajo la administración del presidente Iván Duque Márquez, la fuerza pública colombiana, pareciera combatir todavía a las milicias de las FARC, el ELN y el CAP, tal vez por instrucción de sus superiores o porque durante las pasadas dos décadas ese ha sido su operar, pero se debe destacar que las milicias urbanas desaparecieron en Colombia con las intervenciones militares de las que ya se habló más arriba. De esta manera, se puede afirmar que pareciera ser que la población civil, en el marco de las protestas sociales, es confundida por la fuerza pública con sus antiguos y extintos enemigos de las milicias.
De esta manera, puede pensarse en que, si bien es cierto que para el 2002 se han ejecutado algunas irregularidades, una parte de los actores en conflicto estaban armados y tenían la posibilidad de la legítima defensa, mientras que, en los otros dos casos, vemos que la policía, armada y entrenada para despejar protestas, se enfrenta a personas civiles que nada podían hacer para defenderse, pues fueron atacadas por la espalda (en el caso de Dilan Cruz) o reducidas hasta la indefensión (en el caso de Javier Ordoñez).
Ante tal circunstancia, el interrogante a plantear es si no habría que hacer hoy una reforma de forma y fondo a la política de seguridad democrática en tanto que, después de dos décadas, vemos que las condiciones sociales del país se han modificado y que ya no contamos con la presencia de grupos milicianos o guerrilleros al interior de las ciudades capitales como Medellín o Bogotá. Ahora bien, se observa que la policía nacional continúa armada como si siguiera persiguiendo a un enemigo que, de facto, ya no existe. Si continuamos viendo a la población civil como si fueran milicianos, seguiremos teniendo casos en los que la fuerza pública siga abusando de su poder y se continúen presentando agresiones que terminen en una sentencia penal o que, simplemente, contribuyan a que la imagen de una institución que está al servicio de la ciudadanía se encuentre cada vez más deteriorada.
Si bien es cierto que las autorizaciones para usar las pistolas tipo Taser o las escopetas calibre 12, están incluidas dentro de las armas que pueden usar los policías, desde las intervenciones militares del 2002, para dispersar manifestaciones ciudadanas o para ser usadas cuando la situación sea extrema y no haya ninguna otra posibilidad de actuación, hasta qué punto se podrá evocar un contexto de seguridad democrática cuando las armas se utilizan para reprimir una protesta social, tal como sucedió, por ejemplo, durante el 2021 en el llamado estallido social en Colombia (Montero, 29 de diciembre de 2021). Por otra parte, cuando comenzaron a flexibilizar las normas que restringían la movilidad derivado de la pandemia del Covid 19, se volvió a las protestas del 2019 que se habían suspendido por las medidas tomadas en la pandemia. Se observó, de nuevo, que los diferentes movimientos estudiantiles, obreros y sindicales del país, volvieron a llamar a la ciudadanía a la calle para plantear algunas exigencias al Estado colombiano y continuar con la lucha que se había iniciado antes de la llegada de la pandemia a esta nación, añadiendo nuevas exigencias y más argumentos para el desarrollo de estas manifestaciones sociales.
El paro nacional que comenzó el 28 de abril de 2021 tomó la forma de un estallido social que exigía por parte del Estado nuevas medidas para frenar, entre otras, el hambre que se estaba viviendo. La respuesta del Estado fue mucho garrote y poco diálogo. Se estima que por lo menos 82 personas perdieron los ojos a causa de las agresiones físicas por parte de los miembros del ESMAD (Fitzgerald, 06 de julio de 2021). Desaparecieron cerca de 23 personas (Fitzgerald, 02 de noviembre de 2021). Según el Instituto de estudios para el desarrollo y la paz, cerca de 80 personas fueron asesinadas. Además de estas cifras, se deben sumar los cortes de energía o de internet en los alrededores de los sitios de las concentraciones o las censuras de algunos de los videos que denunciaban los excesos de la fuerza pública: muchas personas, luego de haber subido a redes sociales lo que estaba pasando, veían cómo se censuraba o se eliminaban las publicaciones para que otras personas no estuvieran informadas sino que vieran cómo, desde los medios de comunicación como Caracol y RCN, las dos cadenas de televisión más vistas en Colombia, se estigmatizaba a los manifestantes y se les catalogaba como guerrilleros o malhechores.
Estas acciones prueban lo que ha sido la implementación de las políticas de seguridad democrática dos décadas después del inicio de su ejecución. Al tener una política desactualizada y por fuera de las necesidades actuales del país, se llega al exceso de la fuerza y a la tortura. Además, cuando el Estado permite que la fuerza pública persiga la oposición política como si aún se tratara de los bastiones guerrilleros que se tenían en la nación a inicios del siglo XX, solo nos deja ver que esas medidas, fundadas en una política de aparente seguridad democrática, devienen en una serie de torturas por las que ha de pasar la población civil cuando manifiesta en las calles. Sin embargo, la responsabilidad no debe caer completa sobre los hombros de los policías o de la fuerza pública en general pues, si bien han cometido algunos excesos, ellos ejecutan las órdenes que se les dan desde los diferentes puestos políticos en el Estado, quienes, resguardados en una política de seguridad democrática desactualizada, permiten y ordenan la tortura como medio para permanecer en el poder.
Los episodios de violencia a los que aludí anteriormente, nos dieron la sensación de vivir una nueva guerra al interior de este país, pero eso condujo la historia reciente de Colombia hacía unos avatares que no se habrían obtenido de otra forma (Benotman, 29 de abril de 2022), pues, estas protestas vividas por nosotros durante dos meses aproximadamente, nos llevaron a la transformación de nuestras políticas de gobierno caracterizadas por la extrema derecha y al inicio de un cambio con la elección de un gobierno de izquierda, encabezado por el actual presidente Gustavo Petro Urrego.
Conclusiones
La fuerza pública, en Colombia, representa una serie de instituciones cuyo objetivo principal es la de servir a la comunidad y procurar acciones que garanticen la seguridad de la población civil sin importar las condiciones económicas, políticas o sociales de los ciudadanos. No obstante, cuando los policías o los miembros de la fuerza pública extrapolan sus funciones bien sea por decisión propia o bajo la orden de un superior con el argumento de dispersar las protestas sociales, su actuar irregular puede implicar un caso de tortura policial en el que resultan perjudicadas las personas que deberían proteger con sus acciones.
Por otro lado, si un policía, en ejercicio de sus funciones, como en el caso de Javier Ordoñez, tiene alguna rencilla contra un ciudadano en particular, no puede usar las insignias o uniformes de uso exclusivo de la fuerza pública para solucionar sus dilemas aparentemente personales, con el uso de la fuerza (violencia directa) de tal suerte que el ciudadano pierda la vida aun estando en custodia de la policía como institución. En el caso particular, el hecho ha sido ampliamente difundido y recordado como brutalidad y tortura policial en contra de la población que debería defender como institución.
En Colombia, por desgracia, bajo la instauración de la política de seguridad democrática (implementada por más de dos décadas en el país) con las llamadas intervenciones militares del 2002, se ha experimentado una serie de acciones que parecen más excesos de la fuerza pública que garantías de seguridad para la ciudadanía.