La tortura y la nueva erupción de la eterna barbarie Torture and the new eruption of eternal barbarism
Para entender las nuevas manifestaciones de la tortura—práctica amparada en la imposibilidad de extirpar el poder— se debe analizar el profundo nihilismo que penetra las estructuras del actual mundo globalizado de la vida. La era de los derechos humanos ha cerrado sus horizontes de esperanza. Así, las nuevas guerras no distinguen entre civiles y combatientes; gobernantes arrogantes ejercen el asesinato político de forma descarada y el crimen organizado pone de rodillas a las sociedades en las que se instala como un Estado de facto. Asimismo, la tortura incrementa su presencia dentro de las prácticas policiales para demostrar lo ilusorio de los momentos civilizatorios. En este contexto, la tortura deviene en una modalidad de poder que quiere desesperar al ser humano. La tortura contemporánea no solo implica a la violencia telúrica de la modernidad, sino también la introyección de nuevos tormentos en la interioridad del sujeto contemporáneo. La violencia se ejerce a través de la alienación tecnológica cuando no a la desnuda exclusión. El poder y sus activaciones violentas mutan a través de nuevos dispositivos de control y manipulación. Las nuevas modalidades de tortura articulan el espacio de la vida cotidiana en la que abunda la depresión y la desesperanza. El artículo concluye recordando las posibilidades que encierra la reflexión humana para desentrañar, a través de sus potencialidades críticas, las nuevas formas de dominio que pueden ser desarticuladas creando un mundo en el cual se recuperan los sueños emancipadores.
Pour comprendre les nouvelles manifestations de la torture – pratique protégée par l’impossibilité d’extirper le pouvoir – il faut analyser le nihilisme profond qui pénètre les structures du monde mondialisé actuel. L’ère des droits de l’homme a fermé ses horizons d’espoir. Ainsi, les nouvelles guerres ne font pas de distinction entre civils et combattants Des dirigeants arrogants commettent ouvertement des assassinats politiques et le crime organisé met à genoux les sociétés dans lesquelles il est installé en tant qu’État de facto. De même, la torture accroît sa présence au sein des pratiques policières pour démontrer le caractère illusoire des moments civilisateurs. Dans ce contexte, la torture devient une forme de pouvoir qui veut désespérer les êtres humains. La torture contemporaine implique non seulement la violence tellurique de la modernité, mais aussi l'introjection de nouveaux tourments dans l'intériorité du sujet contemporain. La violence s’exerce par l’aliénation technologique, voire par l’exclusion pure et simple. Le pouvoir et ses activations violentes évoluent à travers de nouveaux dispositifs de contrôle et de manipulation. Les nouvelles modalités de torture articulent l’espace de la vie quotidienne dans lequel abondent la dépression et le désespoir. L'article conclut en rappelant les possibilités que contient la réflexion humaine pour démêler, à travers son potentiel critique, les nouvelles formes de domination démantelables, créant un monde dans lequel les rêves émancipateurs sont récupérés.
Para compreender as novas manifestações da tortura – uma prática protegida pela impossibilidade de extirpar o poder – devemos analisar o profundo niilismo que penetra nas estruturas do atual mundo globalizado da vida. A era dos direitos humanos fechou os seus horizontes de esperança. Assim, as novas guerras não fazem distinção entre civis e combatentes; Governantes arrogantes cometem descaradamente assassinatos políticos e o crime organizado põe de joelhos as sociedades nas quais está instalado como Estado de facto. Da mesma forma, a tortura aumenta sua presença nas práticas policiais para demonstrar o caráter ilusório dos momentos civilizatórios. Neste contexto, a tortura torna-se uma forma de poder que quer desesperar os seres humanos. A tortura contemporânea não implica apenas a violência telúrica da modernidade, mas também a introjeção de novos tormentos na interioridade do sujeito contemporâneo. A violência é exercida através da alienação tecnológica, se não da exclusão pura e simples. O poder e as suas activações violentas sofrem mutações através de novos dispositivos de controlo e manipulação. As novas modalidades de tortura articulam o espaço da vida quotidiana em que abundam a depressão e a desesperança. O artigo conclui lembrando as possibilidades que a reflexão humana contém para desvendar, através de suas potencialidades críticas, as novas formas de dominação que podem ser desmanteladas, criando um mundo em que os sonhos emancipatórios sejam recuperados.
Understanding the new manifestations of torture, as a practice protected in the impossibility of extirpating power, we need to analyst the deep nihilism that pervades the structures of the current globalized lifeworld. The era of human rights has closed its horizons of hope. Thus, armed conflicts do not distinguish between civil populations and combatants, arrogant leaders dictate shamelessly the murder of their opponents in any country, and organized crime suffocates the societies where it creates a de facto State where arbitrary police practices erases the meaning of living in a civilized polity. In this context, torture becomes a mode of violence that aims at creating despair. Hence, contemporary torture is not only another eruption of the violence that underlies modernity but also entails the introjection of manifold violences that reach the inner dimension of contemporary subject. Hence, violence can be exercised through technological alienation and, increasingly, through bare exclusion. The violent manifestations of power change through a new apparatus of control and manipulation, articulating the experience of depression and hopelessness in everyday life. The article concludes recalling the possibilities of human reflection, activity that deciphers the disentangle the keys of the new forms and dominance to recover the ideals of emancipation.
La omnipresencia de la tortura
A juzgar por su ubicua presencia en la historia de nuestra especie, la tortura es una expresión del lado más sombrío de la existencia humana. La tortura es omnipresente como lo es el poder que la requiere. Según una narrativa que ya no puede aceptarse, esta práctica tiene una progenie que se entrelaza con los medios inquisitivos que distinguían a los procedimientos criminales en la antigüedad y en algunos países subdesarrollados. Según esta óptica superada, la tortura, como la ordalía, es una práctica que hunde sus raíces en los tiempos que anteceden a la modernidad, esa época de la razón, algunas de cuyas manifestaciones pueden criticarse, pero cuyo legado no puede descartarse en el cajón de creencias ya inservibles de la historia. Es una de las instituciones —aun cuando cueste reservarle ese denominativo— previa a la instauración de esa razón liberal que ahora parece encontrarse en crisis, aunque en algunos lugares nunca se ha instalado.
Las acusaciones secretas y la tortura se conjuntaban como un “carruaje y su caballo” (Hostettler, 2011: 37). La vía del dolor y el sufrimiento lograría que el acusado no solo confiese, sino hasta que emita inculpaciones falsas. La secretividad de las acusaciones, desde luego, juegan en contra del acusado. Pero, más allá de toda verdad o mentira con pretensión de verdad, la tortura siempre envía un mensaje a la sociedad que recuerda el poder que planea sobre sus vidas. Cesare di Beccaria se preguntaba cómo era posible que la tortura todavía estuviera vigente en el siglo XVIII (Beccaria, 1995: 40), mostrando así que la irracionalidad de la tortura se hace evidente con el advenimiento de la modernidad.
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Como ha sido el caso reciente en Canadá con el asesinato de un líder separatista Sikh Hardeep Singh Niijar en la Columbia Británica, en el cual habrían estado involucrados agentes hindúes de seguridad estatal. Este fenómeno está lejos de ser aislado como lo prueban los múltiples asesinatos de enemigos políticos orquestados por Vladimir Putin o el asesinato del periodista saudí Yamal Jashogyi en Turquía, el cual fue realizado en la misión diplomática de Arabia Saudita. Estos crímenes, desde luego, no deben verse como un fenómeno aislado, sino más bien como el progresivo descaro del que hacen gala ciertos exponentes del poder estatal que en poco se diferencian de los líderes del crimen organizado.
Al tratar de sujetar las prácticas espantosas del absolutismo, la modernidad se propone disipar la tortura, pero lo único que logra es hacerla descender a los túneles de las prácticas secretas, aun cuando la vida se volviese una tortura bajo la esclavitud (Estados Unidos) o la servidumbre (América Latina). La tortura desciende, en los regímenes dictatoriales, al plano subterráneo de las prácticas policiales y penitenciarias después de que esta mostrara su presencia espantosa en las conflagraciones del siglo XX y exhibiera su enraizamiento con el lado más oscuro de la humanidad. Sin embargo, la tortura, como el asesinato político, es un método que vuelve a mostrar su rostro. En efecto, ha regresado a la superficie política, amparada en ese cierre de horizontes —vale decir, pérdida del mundo— en esta época cargada con el problema de resolver su propia continuidad1. Como lo dice Donatella di Cesare (2018: 7), los “nuevos adeptos de la tortura han salido al descubierto, un poco por todas partes”. Según di Cesare, la tortura sigue gozando de una existencia vigorosa escondida en las formas y justificaciones que presenta el pretexto de la seguridad en un contexto mutante en el cual se distingue la suprema soberanía del poder.
Esa sensación de incredulidad se reprodujo, con mayor perplejidad, a comienzos del tercer milenio de nuestra era, precisamente cuando los atentados terroristas contra los Estados Unidos despiertan el clamor por la seguridad. Todos recuerdan las horribles fotografías publicadas en 2004 que revelaban los humillantes castigos a los que fueron sometidos los prisioneros iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. No obstante, estos hechos no se consideraban como tortura. ¿Cómo puede creerse que no es tortura la privación del sueño o la obligación de permanecer de pie, esposados y desnudos en los fríos días de diciembre? ¿Cómo puede no causar dolor semejante humillación? Los halcones norteamericanos defendían la libertad que caracterizaba al polo del bien a través de las prácticas más aberrantes. Las acrobacias justificativas sobrepasaban el sentido mínimo de racionalidad. ¿No constituye una cruel aberración preguntarse si la técnica del ahogamiento por agua (waterboarding) no es tortura sino una simple forma mejorada de interrogatorio? ¿Qué validez pueden tener en un juicio legítimo las “verdades” arrancadas de la trituración de la carne y la psique de prisioneros sin garantía alguna?
Si se piensa en términos realistas, la situación no ha cambiado mucho. Quizás una alegoría de este tipo de proceso, de esta modalidad de “administración” de la justicia, todavía se hace presente en el enigmático texto de El Proceso de Franz Kafka, el cual refleja un ambiente opresivo que anunciaba la represión alucinante que iban a ejercer los nazis. El personaje Josep K., que significativamente es un empleado bancario, es ejecutado sin llegar a comprender el proceso que se desarrolla en su contra.
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Peyman Vahajzadeh (2019) nota, por ejemplo, cómo la misma idea de violencia y no violencia se entrelazan en contextos concretos de acción. Por ejemplo, la misma idea de no violencia puede servir a estrategias que tratan de evitar la crítica radical y las acciones correspondientes que ponen en cuestión un orden caracterizado por su violencia estructural.
La tortura no se ubica dentro de los acontecimientos excepcionales que, de tanto en tanto, sacuden la vida humana, sino más bien es práctica y pulsión que se articula en las múltiples dimensiones de la vida social. Así, podría decirse que la violencia es una manifestación intrínseca del poder que corre a través de cualquier sistema social, la cual siempre implica alguna articulación de dominación y poder que no siempre se presentan de manera evidente2, puesto que se esconde bajo los pliegues de lo aceptable dentro del respectivo sistema. Así, Jeremy Wisnewski (2010: 16-18) narra cómo en la antigua Atenas el testimonio de los ciudadanos era considerado como veraz, mientras la confiabilidad de aquellos que carecían de ciudadanía, por ejemplo, los esclavos, se lograba a través de la tortura.
Existen, sin embargo, prácticas que sugieren un nuevo tipo de tortura que encierra al ser humano contemporáneo en los horizontes políticos de una sociedad que ha estrechado sus horizontes en la medida en que se rige por la comunicación digitalizada. Dicha idea debe completarse con la conciencia de que la tortura se ha tornado tan frecuente que a veces se vuelve invisible. En un mundo de cambios vertiginosos, de liquidez institucional, de manipulación integrada en las estructuras de comunicación, de sujetos encadenados a la pantalla, de un Estado penetrado por la criminalidad no puede ser rara la violación de los pactos constitucionales y la represión arbitraria de los enemigos políticos, así como la continua precarización de la sociedad. La tortura, entonces, se convierte en una dimensión de la vida social. Así la tortura debe verse como una constelación, con prácticas que quiere monopolizar el término, pero con una estructura capilar y tentacular que determina una forma de vida en la que actúa como presupuesto de la dominación y la jerarquía.
La vigencia de la tortura, desde luego, forma parte de ese juego de espejos que definen las tendencias telúricas que no han podido ser suprimidas por el nihilismo que subyace a las formas y valores del liberalismo político el cual está inmerso en la lógica del capitalismo. El hecho no ha pasado inadvertido para algunos pensadores que buscan esas tensiones de naturaleza subterránea. Para el pensador italiano Giorgio Agamben (2014), la tortura podría ser una de las manifestaciones de ese nomos político de la edad contemporánea, una manifestación del estado de excepción cuya instauración, al decir de Carl Schmitt, jurista cercano a Adolf Hitler, define al mismo soberano. Significa esto que el retorno de la tortura no es tal: siempre ha estado presente en esa área nebulosa que deviene la frontera entre el derecho y la política (Agamben, 2014: 26), que se da en momentos de crisis como una guerra civil o una insurrección (véase Di Cesare, 2018).
La tortura y la obsesión con la seguridad
En agosto de 2006, Giuletto Chiesa publica en la versión en castellano de Le Monde Diplomatique que el halcón conservador norteamericano Robert Kagan distinguía entre el poderoso Estados Unidos y la débil Europa, la cual se había situado “fuera de la historia” debido a su apego al Estado de Derecho. Como lo dice Di Cesare, ahora parece que “habría que proteger la democracia autorizando la tortura, es decir, echar mano del terror para combatir el terror” (2018: 7). Como se verá, sin embargo, la misma inseguridad se encuentra detrás de las variadas formas de “torturización” del mundo de la vida subjetiva en el sistema de crisis (des)controlada actual. Vivimos en una “sociedad del miedo” (Bude, 2017) que refleja las incertidumbres de una época en la que las personas se ven asediadas por una sensación de fatalismo, un ambiente sombrío de caída ineludible.
Como es de esperar, en estos tiempos de la obsesión con la inseguridad, muchos pierden el miedo ante la práctica de la tortura. Frente a la violencia terrorista se puede pensar en la tortura como un mal menor. Los procedimientos se vuelven secretos y ya se sabe lo que significa este para el que administra sin miramientos el poder punitivo del Estado. Siempre existe espacio para las maniobras más objetables; por ejemplo, la CIA externaliza sus necesidades de tortura a países en donde esta práctica no ocasiona mayores problemas.
El regreso de la tortura demuestra la capacidad de regresividad de la que son capaces algunas sociedades humanas, sin duda, unas mucho más que otras. Sin embargo, el descaro con que se usa la tortura remite a procesos sociales, algunas veces fruto de la manipulación o de una historia conflictiva, que hacen que las sociedades se vuelvan cómplices de formas de intervención que desdicen de la complaciente visión que las sociedades suelen tener de sí mismas. Si se quiere entender la magnitud de las nuevas formas de la tortura debe trascenderse la idea de que es una práctica en la que incurren solo gobiernos autoritarios que mantienen prácticas ilegítimas de control y castigo de la disidencia. No puede ignorarse tampoco la manera en que los grupos criminales usan la tortura, en sus más salvajes expresiones, para lograr sus objetivos, como el de mandar mensajes a sus enemigos.
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Los ejemplos abundan en la historia, como lo prueba el cuestionable apoyo de la sociedad alemana a los nazis o las presentes muestras de apoyo a los campos de concentración creados por el dictador salvadoreño Nayib Bukele, quien ha optado por encerrar a los pandilleros en prisiones que no muestran ninguna consideración hacia la naturaleza humana de los recluidos.
Después de la Segunda Guerra Mundial se han comprendido los resortes del mal. Todos sabemos que las prácticas más deleznables suceden porque las personas “ordinarias” apoyan con su silencio u otras tácticas menos obvias, su respaldo a prácticas deleznables3. Este problema apunta a ese bajo nivel de reflexividad que parece ser una marca de nuestra época, aunque el caso de Adolf Eichmann que motivó la creación del concepto de la “banalidad del mal” en Hannah Arendt, aun siga hablando de las raíces subterránea de la violencia suprema que engolfó al mundo alemán de su tiempo. Desde luego, las prácticas más vergonzosas suelen esconderse bajo otros nombres, bajo otras modalidades, con estrategias que supuestamente atenúan la responsabilidad de los que promueven dichas prácticas.
Pero la situación es más compleja. No es así, con el horror del que hacen gala las bandas del crimen organizado que tienen el propósito específico de causar todo el miedo posible en sus enemigos en el reino criminal o a los que se les oponen desde el campo de las instituciones. El Internet se ha convertido en un campo de exposición de las crueles prácticas de estos grupos: torturas, decapitaciones y otro tipo de ejecuciones que muestran la deshumanización de los grupos criminales. Sin embargo, el procedimiento sigue siendo el mismo.
De hecho, la situación ha empeorado, hasta el punto de que la misma idea de derechos humanos individuales se ha visto mutilada. Existe una serie de aspectos que no pueden ignorarse a la hora de evaluar estas prácticas. La cárcel de Guantánamo, territorio de excepción permanente, sigue siendo un ejemplo de lo que se dice. Siempre existen pretextos para persistir en estas prácticas, en especial, la actual obsesión con la seguridad, la cual tendría otros medios de combatirse, si no se tuviese la prohibición de tocar otros intereses, otras razones más evidentes para los que detentan los diferentes poderes salvajes. La violencia de fondo que hace aparecer la tortura es manifestación de una violencia que cimbra las mismas bases institucionales de la vida humana.
No faltan instrumentos, nacionales e internacionales, como la Convención de Ginebra que invalidan a la tortura, pero todos saben que estas convenciones son ignoradas de manera corriente. De otro modo, no se estaría dando el retorno de gobiernos autoritarios, los cuales son particularmente abiertos a estas prácticas. Muchos estadounidenses apoyan medidas que recortan los derechos civiles cuando se percibe una amenaza, como la de Pearl Harbor o los ataques terroristas de septiembre de 2001 (Kearns & Young, 2020: 2). ¿Es raro entonces que se experimente, por ejemplo, el proceso de desconstitucionalización de los órdenes jurídicos contemporáneos? ¿No se ve sometido entonces este ideal de los valores a la violencia que, como lo mantenía Benjamin, funda el derecho, pero también lo mantiene?
Claro, que regresan de otra manera, mostrando la capacidad infinita de reinvención de la que hace gala el ser humano. Todos se han maravillado de la forma en que los Estados Unidos han utilizado otros países para torturar a sus enemigos declarados. Asimismo, se ha creado una discusión bizantina respecto a los límites de la tortura que, por otro lado, ahora quedan en manos de “contratistas” privados que quedan fuera de la jurisdicción de dicho país. En ese sentido, también cabe recordar las prácticas policiales, que ya eran vistas en toda su potencialidad de violencia, por Walter Benjamin es un texto escrito en 1921, en la experiencia complejísima de la sociedad de Weimar (2001:32).
Evalúese, por ejemplo, la violencia ejercida por la policía en los Estados Unidos, especialmente contra los negros, como lo recuerda la tortura y muerte de George Floyd en 2020 en la ciudad de Minneapolis a manos del policía. Lamentablemente, el excesivo uso de fuerza continúa, sugiriendo que existe una relación básica que no se puede reducir al mal comportamiento de agentes de las “fuerzas del orden”. Ya Benjamin decía que la violencia ilustra “la máxima degeneración de la violencia” (2001: 32)
La tortura del derecho
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El contexto inmediato de este texto de Ferrajoli remite al proceso de desconstitucionalización que se instaura con el régimen de Berlusconi. El iusfilósofo italiano critica un fenómeno contemporáneo: la triste proclamación de ideales que no se respetan en su contenido. Existe una traición a los principios liberales que animan la Constitución italiana de 1948. Este texto, sin embargo, trata de tematizar la violencia que se esconde en los pliegues del sistema liberal mismo que efectivamente existe. Con todo, somos de la opinión de que un constitucionalismo democrático puede disminuir estas manifestaciones de violencia siempre que se tome conciencia debida de los límites del liberalismo en su dependencia del libre mercado y otras manifestaciones del poder, especialmente las que han surgido en la actual globalización. Quizás el derecho, en sus aporías irresolubles, esconde insidiosas manifestaciones de violencia, pero sin duda, sus valores marcan un camino válido para la vida en común.
El derecho como una forma institucional que elimina el ciclo de la venganza es un legado del liberalismo y expresa una porción de verdad. Por ejemplo, Ferrajoli ve la función del derecho penal como la de minimizar la violencia social (2006), la que surge, por ejemplo, de la venganza privada, razón por la cual el mismo derecho no debería exacerbar la violencia. Este autor no ha sido indiferente, desde luego, a la crisis de lo que él llama los “poderes salvajes” (2011)4; esas fuerzas no domadas que roban la sustancia de la democracia constitucional, un aspecto que no puede desvincularse de la lógica del poder que se confecciona con nuevos disfraces en una estructura de dominio que ha mutado de manera considerable. Sin embargo, debe comprenderse también la violencia que se alberga en la misma existencia del derecho.
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Es muy difícil, sin embargo, integrar el análisis de Han dentro de la situación de los “inútiles” que menciona Dubet más adelante en este texto. Por su parte, Han captura admirablemente la situación de la auto explotación que se efectúa a través de orden tecnológico, el cual, sin embargo, no coincide con la dinámica de exclusión que caracteriza al orden globalizado. Se ha dicho, en esta dirección, que lo único peor que ser explotado, es no ser explotado.
En efecto, el reiterado fracaso de las políticas garantistas, la diseminación de la violencia son un hecho que requiere de una explicación que, por otro lado, ya ha sido anticipada por los exponentes de una filosofía crítica. Y quizás los poderes salvajes denotan una realidad del derecho que no solo es característica esencial de una época particularmente entregada a la injusticia, sino que también develan una condición esencial del derecho. Debe tomarse en cuenta, por ejemplo, la presencia del nihilismo que socavó los fundamentos de un orden regido por el derecho liberal. Y más aún la creencia expresada por Byung Chul Han (2016) de que la modernidad no se caracteriza por su aversión a la violencia; afirmación que resulta evidente cuando se recuerda que no solo existe el tipo de violencia y tortura corporal. Siguiendo al filósofo coreano-alemán, se puede constatar que la violencia también puede ser psicológica, sistémica y de otros tipos. Este autor, reconociendo las contribuciones de Bernard Stiegler, considera que la tecnología, asociada al neoliberalismo, han interiorizado las relaciones de poder. Han considera que la integración de una libertad ilusoria con la explotación “que ocurre para efectuar la auto-explotación, fue lo que se le escapó a Foucault” (2017: 28)5.
En un mundo dominado por un populismo de orientación iracunda y violenta no deben descartarse las potencialidades violentas del derecho. Sobresale, en este aspecto, la lectura crítica de la violencia del derecho realizada por Walter Benjamin en 1921, así como las recientes reflexiones sobre la violencia del derecho que han sido realizadas por Christoph Menke (2020). Dichas elaboraciones teóricas coinciden con las tendencias discursivas del pensador italiano Giorgio Agamben. Ahora bien, como lo dice Menke: el intento por entender “la relación entre violencia y derecho” debe partir de dos proposiciones prácticamente contradictorias: el derecho es violencia y el derecho interrumpe el ciclo de la violencia (2020: 55).
Esta relación, desde luego, se ve con mayor claridad en ciertos momentos de la historia, como el presente período de permacrisis, en donde la misma supervivencia de la humanidad se encuentra en peligro y en el cual las fuerzas del capitalismo mundial quieren establecer un dominio radical, a veces posibilitado por la misma intensidad de las crisis que desembocan en la interioridad de la subjetividad misma. Pero como se verá adelante, incluso la misma idea de crisis puede ser un dispositivo de dominio.
Quizás lo nuevo de esta erupción contemporánea de la tortura es el absoluto descaro, la complacencia e indiferencia que rayan en la complicidad, la extensión de la crueldad y la injusticia, bajo la justificación de la defensa del derecho. Como lo decía Benjamin en sus Tesis de la Historia: para los oprimidos el estado de excepción es la regla y no precisamente la excepción. Lo cual, como es natural, es consistente con la denuncia de la violencia del derecho, un tópico benjaminiano que debe comprenderse en toda su profundidad. Al final, al Estado le corresponde el monopolio de la violencia legítima, como lo sostuvo Weber, en los cruciales y trágicos años de la República de Weimar, el preludio cuasi democrático que precedió a la toma del poder por Adolf Hitler.
En consecuencia, no debería extrañar mucho en una época de retorno de los gobiernos autoritarios, los cuales están dispuestos a librar guerras en contra de las propias sociedades con las que debe mediar una restricción normativa del poder punitivo. Mayorías enfadadas por la precariedad de la vida actual, claman por medidas “legales violentas” contra los excluidos de un sistema que ya no se puede pensar localmente. Aunque siempre existan movimientos emancipadores, muchas sociedades pueden verse seducidas por la idea de Carl Schmit que define al Soberano no como el llamado a salvaguardar el orden jurídico, sino precisamente la instauración del estado de excepción.
Sin embargo, aun así, la práctica de la tortura es difícil de digerir, así como lo es aceptar que el concepto de derechos humanos está desfasado. Aún en esta nueva modalidad de la época de la ira, afectada por la precariedad y vulnerabilidad, así como en plena regresión debido a la polarización y a la difusión del odio, muchos comprenden que lo que se necesita es profundizar el sentido de los derechos que, por otro lado, poco a poco se van extendiendo a la naturaleza.
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El caso en cuestión es el del famoso, pero cuestionado, abogado penalista norteamericano Alan Dershowitz quien se ha destacado por su defensa de casos polémicos en los Estados Unidos como el caso del jugador de futbol americano O. J. Simpson quien fue acusado de asesinar a su exesposa y su acompañante y otros casos polémicos como el de Jeffrey Epstein.
Lo cual no significa que haya que ignorar los vínculos que revelan cierta coincidencia entre democracia y totalitarismo. Son temas difíciles de aceptar para muchas personas que creen en la imposibilidad de regresiones tan lamentables. En las primeras páginas de un libro dedicado al tema, el jurista italiano Massimo La Torre observa la manera en que algunos pensadores, como Jürgen Habermas o Jeremy Waldron, se niegan siquiera a debatir esta práctica—mientras otros están dispuestos a discutirla, a veces con intenciones apologéticas.6 Sin embargo, si no se discuten las razones de tal tendencia, ya mutada en forma capilar que penetra la interioridad humana, no se puede luchar por su erradicación, la cual solo puede resultar de aumentar la fuerza de la reflexión que permite al individuo y a la sociedad recuperar sus potencialidades críticas para no dejarse ni auto explotar ni ser excluido.
Estado fallido y crimen organizado
Uno de los fenómenos más perturbadores que acompaña a la nueva externalización de la tortura es la pérdida de poder y legitimidad del Estado nacional. Este es uno de los grandes fenómenos que definen a la globalización contemporánea. De diferentes maneras, los Estados nacionales ya solo sostienen, con su poder, el entramado social que favorece a los actores no-estatales que detentan el poder económico. Las instituciones transnacionales no se atreven a regular el orden internacional, aunque el tiempo para atajar problemas como el del cambio climático se vaya acabando.
Quizás la pérdida de protagonismo del Estado se encuentre detrás de la noción del terrorismo como “guerra civil global” que ha sido defendida por Di Cesare (2018). A su modo, el crimen organizado forma parte del laberinto político de un mercado global penetrado por el crimen, hasta el punto de que existen ya Estados que son la expresión del poder de la criminalidad del poder. Este problema aumenta la violencia implícita en la ley administrada por el Estado, como lo muestran los fenómenos de la guerra jurídica o la criminalización del descontento social. La crítica a este, sin embargo, siempre presupone un momento de no violencia, uno que, por ejemplo, se puede concretar en el diálogo genuino.
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En este contexto, destaca el solo hecho de que la globalización económica, casi por definición, no puede ser domada por Estados nacionales que han perdido su capacidad regulativa. El violento poder privado no está sujeto a ninguna regulación. De hecho, crea un ambiente en el cual no subsiste ni siquiera la ilusión de cambiar el rumbo del mundo. Ya se ha convertido en un tópico común que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El proceso que configura a los Estados fallidos hace que su monopolio del poder caiga bajo la égida de la violencia del crimen organizado. Sin duda, este proceso afecta a todas las sociedades, aunque lo hace con mayor fuerza en los países que han experimentado el lado violento de la modernidad.
Los momentos de emancipación se ven obstruidos cuando las siempre criticables bases del mundo institucional ceden de manera abierta a una lógica de violencia como la que presenta el crimen organizado. Este es un problema inmenso en un contexto de poderes no controlados que se han gestado en un contexto en el cual el Estado nacional se ha visto debilitado hasta la muerte7. Esto ha llevado a una violentización del Estado, especialmente con vistas a la obsesión con la seguridad que afecta a las sociedades contemporáneas. Es más, el Estado, en muchos casos, se ha recreado como un cómplice de la violencia privatizada, como lo han hecho todos aquellos entes que sostienen la ilusión de un Estado de derecho y solo hacen lo posible por mantener la ley que ya no responde a las necesidades de la población. ¿No se ha desconstitucionalizado de hecho el orden jurídico que prometía la modernidad?
Este fenómeno ha hecho posible la operatividad de la tortura a través de organizaciones y poderes criminales que funcionan al margen del Estado, aunque no se pueda decir que lo hacen a espaldas de este. Muchas veces el Estado se convierte en un instrumento del crimen organizado, si se comprende el sistema de corrupción mundial en el que se colude el crimen organizado y el crimen de cuello blanco.
Se puede mencionar la privatización de la seguridad por parte de los Estados Unidos, con compañías como Goldwater, empresa que con otros “contratistas” ha brindado servicios degradantes al gobierno de los Estados Unidos y, en general, a los entes encargados de la “seguridad”, auténtica obsesión de las sociedades contemporáneas que parecen incapaces de reparar en las causas de la inseguridad en una sociedad asediada por la vulnerabilidad, una creciente desigualdad y el hiriente lastre de la precariedad. Así como se puede hablar de violencia estructural, puede hablarse de tortura estructural para referirse a esa lanza del dolor que clava el sistema de poder sobre la carnalidad pensante que somos los seres humanos.
Asimismo, se cuestiona la forma en que se usa el derecho penal del enemigo, desarrollado por el penalista alemán Günther Jakobs. ¿No representa este tipo de derecho, el cual habla de no-personas, la estrategia que usa el sistema de ir desconociendo la vulnerabilidad, el estatuto de persona de las grandes mayorías? Un sistema que no puede generar una vida humana es proclive a generar descontentos del sistema, los cuales pueden entonces convertirse en enemigos del sistema, es decir, en no-humanos bajo la perspectiva del polémico penalista alemán.
La interiorización de la tortura
Las reflexiones llevadas a cabo en ese trabajo, sugieren que la fragilidad del individuo y su sociedad se han desplazado de las estructuras sociales a los hombros de los individuos, los cuales tienen que asumir la responsabilidad de sus propios fracasos. El Estado, aun violento, ha perdido su siempre precaria calidad regulativa. En la anarquía crítica, en el nihilismo profundo que subyace a la economía neoliberal, cada vez más digitalizada, se configura ese mundo incierto en el cual la única esperanza a veces es caer en ese mundo en el que nos auto explotamos.
Cada vez más nos vemos como empresarios cuyo valor se debe mostrar en el contexto de la uberización del mundo. Como lo dice el sociólogo francés François Dubet “los más pobres son ‘sin clase’ o underclass. No son tanto explotados como relegados, inútiles” (2020: 28). Es difícil entender la magnitud del resentimiento que surge en estos contextos. Este se desboca en la política del odio que subyace a ese aparente retorno de la tortura y las atrocidades de la violencia de Estado, las que se cometen en la guerra civil mundial del terrorismo y ese vergonzante sistema de crimen organizado que llamamos “sistema económico mundial”.
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Esta idea ha dado origen a ciertos movimientos transnacionales que quieren ayudar a desarrollar dicha propuesta. Esta idea es factible siempre que se toma distancia, reflexivamente, desde los mismos presupuestos liberales de Ferrajoli y se encuentra un nuevo paradigma a través de un genuino diálogo intercultural.
Dice Isabell Lorey que si no entendemos la “precarización no entendemos ni la política ni la economía del presente (2015:1). Para esta autora, el neoliberalismo gobierna a través de la inseguridad e inestabilidad (ibid: 2). Desde hace tiempo, se torna más difícil imaginar la suerte no solo de las generaciones futuras, sino de las actuales. Cada vez se experimenta con mayor evidencia la magnitud de la catástrofe climática y comprobamos estupefactos que quizás el patológico orden contemporáneo haga pensar a los que se encuentran en la cima que pueden salvarse de las crisis que trae el presente. Ferrajoli (2023) habla incluso del genocidio de las generaciones futuras en su intento por construir una nueva versión del cosmopolitismo bajo la idea directriz de una Constitución de la Tierra8.
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Existe una coincidencia digna de ser notada entre las ideas de Lorey y Gentili. La caída del Estado de bienestar en Europa y los Estados Unidos parece ser un elemento asumido por ambos.
El poder del Estado ya ni siquiera trata de establecer un orden de gobernabilidad y, en ese proceso, se convierte en una expresión de la necropolítica, muchas veces expresada en la necrocorrupción de la política entendida como ejercicio de conservación del poder sin ninguna orientación axiológica. Esta se impone en una serie de crisis cuyos contornos vagos muestran precisamente que se ha impuesto un nuevo orden de gobernabilidad (Gentili 2021)9. Este problema agrega la imposibilidad de pensar el futuro, de simplemente vivir en un mundo en el que se despliega una cantidad impresionante de eventos y desastres que parecen retrocesos. Encima de estas políticas se imponen perspectivas de un futuro distópico.
A lo que nos llevan las reflexiones anteriores es que la tortura no se puede entender si no se toma en cuenta la configuración de la subjetividad que ha venido de la mano de los nuevos medios de comunicación. Se ha demostrado hasta la saciedad la manera en que el control, la ilusoria libertad, etc., impactan negativamente al individuo creando un sistema que crea depresión y burnout y otro tipo de malestares que han sido medicalizados para los que poseen los recursos para poder costearse los costos de tales intervenciones.
Uno de los pensadores que más ha señalado este problema es Han, aunque quizás su análisis adquiera mayor sentido en las sociedades de eso que antes se llamaba el “primer mundo”. Sin embargo, la misma selectividad funcional del orden capitalista neoliberal sigue formateando la interacción de los sectores pobres e inútiles, los cuales deben luchar por nuevos medios de reinsertarse en un mundo inhóspito.
Pero quizás el denominado común en toda esta cuestión es el tema de la depresión, la cual ha alcanzado niveles de pandemia en el presente, aun cuando existan discusiones básicas respecto a su propia naturaleza. Sadowsky menciona la expresión de una paciente que dice que la depresión es “una cosa en la que uno parece estar muerto en vida” (2023: xix). El problema es que como lo sostiene este autor, la depresión no se puede entender como un problema de naturaleza social. Es difícil en este contexto, no recordar al pensador inglés Max Fisher, quien trató de comprender las raíces sociales de la depresión y quien, en una confirmación de sus ideas, acabó con su propia vida.
Bajo esta perspectiva, la pandemia de la depresión que se vive actualmente no es nada más que una expresión del sufrimiento que sigue provocando el sistema de (in)gobernabilidad en el mundo presente. ¿Será casual que la depresión, según Sadowsky, comenzara a visualizarse como un problema químico del sistema nervioso desde la década de los ochenta del siglo pasado cuando Prozac entró en el mercado? (Sadowsky, 2023: 104).
El mercado empieza a forzar cierta comprensión distorsionada de la interioridad del ser humano, un proceso que no se puede independizar de la medicalización de los malestares psíquicos que produce el orden de crisis controlada que ha adoptado el neoliberalismo contemporáneo. El sistema induce el crecimiento de los problemas psíquicos que dependen en la autoflagelación del individuo por fracasos que están más allá de sus esfuerzos. En este sentido, quizás este movimiento tampoco pueda desvincularse del agravamiento de la inestabilidad que había empezado a vivirse desde la instauración de la alienación tecnológica. En efecto, no debería ignorarse, además, los efectos de la creciente dependencia de las nuevas tecnologías cuyo uso exagerado se puede relacionar con problemas como la falta de concentración y, por consiguiente, la incapacidad generalizada de la reflexión.
A modo de conclusión
En este trabajo se ha presentado a la tortura como una manifestación de la exacerbación del poder, al cual se resiste a dejarse sujetar. Siendo este un fenómeno establecido, la tortura no ha desaparecido. Cuando mucho se ha mal escondido en los pliegues que distorsionan el lienzo del mundo de la vida, en donde se muta siguiendo los diferentes pliegues de la siempre presente dominación. En todo caso, su retorno no es una simple reaparición, sino más bien una manifestación del descaro y la impunidad del mundo globalizado. La violencia subyacente a la modernidad ha sido introyectada por el aparato tecnológico en la subjetividad sufriente del usuario o se manifiesta en la desdichada vida del excluido.
El dolor se relaciona con el poder, el cual solo puede manifestarse en la tensión de la dominación. El poder alcanza su cenit cuando este adquiere una invisibilidad que solo puede revelarse a través de la reflexión radical. De otra manera, el poder introyectado en el sujeto solo se muestra en la reproducción del sufrimiento del cual debemos hacernos responsables por no saber vendernos. Es la tortura del mismo sistema de vida. El encarcelamiento sin garantías, como en El Salvador de Bukele, se reserva para aquellos que no logran acomodarse al sistema de auto explotación y terminan sumergiéndose en el orden delincuencial que promueve el neoliberalismo digitalizado.
Quizás la solución consista en buscar nuevos modelos de convivencia, en nuevas maneras de vivir juntos. Es hora de abandonar la idea de que nos encontramos en una crisis sin soluciones, puesto que esta idea es un dispositivo de dominación cuyos propios peligros no son evidentes para quienes los ejercitan. Aunque el concepto de crisis pueda ser vago, debería ser medianamente claro que también existen alternativas para un mundo mejor. En un mundo globalizado hay que tomar en cuenta las distintas perspectivas que ofrecen un mundo mejor, a través del diálogo, el cual también debe ser consciente de los límites que plantea un contexto de violencia que debe ser tematizado de manera continua. En ese sentido, los liderazgos emergentes deben tomar en cuenta la sensibilidad de la cuerda floja de la violencia.
Finalmente, se muestra la necesidad de la reflexión. En su exploración del totalitarismo, Simona Forti (2008: 27-28) enfatizaba, siguiendo las líneas abiertas por Hannah Arendt, la relación del mal con el conformismo y la obediencia que se configuran como condiciones de la posibilidad del mal. Escapar de la impotencia culpable de la época exige el imperativo de escapar de la jaula de cristal impuesta por un mundo que ha introyectado los barrotes de la prisión en nuestra psique misma.