Prólogo

Lorenzo M. BUJOSA VADELL 

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Conforme a los datos que ofrece la organización Transparency International hay un alto nivel de percepción de corrupción en más de dos tercios de los países del mundo. La confusión entre lo público y lo privado en la peor de sus posibles concreciones; la sensación de que tanto políticos como grandes empresarios nos están mintiendo está creciendo exponencialmente. Uno paga sus impuestos y se encuentra con que semana tras semana los noticieros y los periódicos nos dan nuevas muestras de que bastantes de nuestros gobernantes abusan de su posición, financian sus partidos abiertamente en contra de las normas que ellos mismos han aprobado o exigen un porcentaje que no es menor a quienes quieran conseguir adjudicaciones públicas.

Parece una epidemia global ante la que el Derecho debe reaccionar, sin duda alguna. Pero, probablemente estemos ante una de esas lacras sociales para las que las normas jurídicas y sus aplicadores llegan siempre tarde, sólo para aquellos casos que pasan de castaño oscuro y ante los que una sociedad que pretenda ser civilizada no puede quedar impasible. Son imprescindibles medidas preventivas, incluso prejurídicas, es decir, sociales y políticas, empezando por una eficaz educación social y una valoración leal de la res publica, entendida como un bien de todos y no de una finca de la que pueden aprovecharse abusivamente quienes logran el poder político o empresarial.

Cuando hablamos de corrupción en realidad hacemos referencia a una realidad compleja de conductas heterogéneas, que se han tratado de codificar en varios textos, por ejemplo en la Convención Penal sobre la Corrupción, hecha en Estrasburgo el 27 de enero de 1999, que renuncia a definir el concepto que tratamos y opta por enumerar una larga lista de actividades de corrupción, o más recientemente el manual formativo sobre Basic Anti-Corruption Concepts, donde se intenta una definición integral, o la Convención de Mérida, que dedica a la prevención, la investigación y el enjuiciamiento de la corrupción y al embargo preventivo, la incautación, el decomiso y la restitución del producto de delitos tipificados en esta Convención, sin que sea necesario que los delitos enunciados en ella produzcan daño o perjuicio patrimonial al Estado.

A estas alturas no puede afirmarse que carezcamos de instrumentos jurídicos para atajar las tentaciones y prácticas corruptas. Otra cosa es su funcionamiento eficiente y efectivo, que tantas veces ha mostrado sus carencias. Los organismos de regulación económica, en España sin ir más lejos, han hecho la vista gorda, cuando menos con una evidente culpa in vigilando, ante ciertas conductas prácticamente masivas; podríamos valorar la reciente historia del Banco de España, del Tribunal de Defensa de la Competencia o del Tribunal de Cuentas, cuyas competencias en la materia deberían resultar evidentes. Lo cierto, sin embargo, es que llevamos años con procesos penales abiertos para enjuiciar conductas tipificadas como actos de corrupción.

Como antes recordaba, las finalidades proclamadas en la Convención de Mérida se dirigen primeramente a la prevención de la corrupción, y lo hacen desde varias perspectivas complementarias, pues los Estados firmantes o adherentes se obligan a promover y fortalecer las medidas para prevenir y combatir más eficaz y eficientemente la corrupción; a promover, facilitar y apoyar la cooperación internacional y la asistencia técnica en la prevención y la lucha contra la corrupción, incluida la recuperación de activos; y a promover la integridad, la obligación de rendir cuentas y la debida gestión de los asuntos y los bienes públicos. Se trata de perfilar una cultura de lo público, imprescindible para la persistencia de una sociedad democrática que pueda confiar en sus gobernantes y que se esfuerce por lograr el equilibrio entre dos valores constitucionales básicos, cuya promoción conjunta y complementaria debe fundamentar siempre la convivencia: la libertad y la igualdad.

Conviene señalar que en el seno del Consejo de Europa se constituyó un órgano importante a los efectos que estamos examinando, el conocido como GRECO (“Grupo de Estados contra la Corrupción”), muy activo en el control supranacional de actividades corruptas en Europa. A efectos ilustrativos puede ser útil observar los informes emitidos respecto a España, que justifican escasas felicitaciones y justamente se centran en la prevención de la corrupción de los parlamentarios, de los jueces y de los fiscales, atendiendo a principios éticos y reglas deontológicas, a conflictos de intereses, a la interdicción o limitación de ciertas actividades, a la declaración de patrimonio, de rentas o de pasivo e intereses, al control de la aplicación de las reglas relativas a los conflictos de intereses y a la sensibilización en esta materia.

Nos interesan especialmente las consideraciones sobre el Poder Judicial y la Fiscalía, sobre los que se afirma: “con la excepción de algunos casos aislados, no hay pruebas sustanciales de que exista corrupción entre jueces o fiscales”. Sin embargo, se subraya un problema estructural que comparto: “hay algunas deficiencias tanto en el sistema judicial como en el fiscal que han suscitado reiteradas críticas por el riesgo de influencia política”. Es especialmente la falta de independencia estructural de los órganos de gobierno del Poder Judicial lo que pone en riesgo, a largo plazo, la independencia y la imparcialidad de los jueces, por lo menos en apariencia, lo cual en esta materia es tan importante como la realidad misma. Además, se pide la adopción de códigos de conducta tanto para jueces como para fiscales, así como canales de discusión sobre los dilemas éticos comunes y que proporcionen servicios de asesoría especializados, así como directrices en relación con conflictos de intereses y otros asuntos relativos a la integridad.

Podríamos discutir en este punto si en un sistema en que hay una efectiva exigencia de responsabilidad penal y disciplinaria, cabe aún una nueva categoría que sería genéricamente una “responsabilidad ética”. En mi opinión, las exigencias éticas deberían estar reflejadas en la tipificación que hace el Código Penal y la Ley Orgánica del Poder Judicial como conductas antijurídicas por los Jueces y Magistrados. Otra cosa es, y en este sentido interpreto las recomendaciones internacionales, la configuración de mecanismos preventivos que, sin entrar en el núcleo del ejercicio de la potestad jurisdiccional, contribuyan a evitar conductas parciales o directamente corruptas, aunque fuera solo en apariencia.

Por otra parte, las medidas represivas deben existir necesariamente, pero como es obvio, si funcionaran bien los mecanismos preventivos no sería necesaria nunca la aplicación de las represivas. Es precisamente la imperfección en la eficacia de las normas anteriores las que obliga a prever preceptos subsidiarios que permitan una adecuada investigación de lo ocurrido y una proporcionada sanción de las conductas cuya comisión haya conseguido probarse. Sin entrar en las consideraciones penales materiales, que suponen la previsión de las conductas antijurídicas que se pretenden sancionar, interesa en particular dedicar una breve atención a lo que puede hacer el proceso penal en estas circunstancias lamentables para la sociedad en su conjunto.

El proceso penal ha tenido que adaptarse a la lucha contra la corrupción en la medida que la realidad política lo ha permitido, con sus vaivenes más atentos a consideraciones de corto plazo, respecto a las siguientes elecciones, que a una verdadera consideración amplia y permanente de protección de lo público. El drama es que la adaptación muy parcial se ha realizado en España en un texto procesal que procede de 1882, con todas las incoherencias normativas e inseguridades interpretativas que eso conlleva, por la ausencia de un verdadero sistema procesal penal articulado.

No es que la corrupción sea un fenómeno nuevo; todo lo contrario. Es probable que la cultura de la corrupción en el siglo XIX estuviera mucho más asentada en un contexto de caciquismo rural y de artificial turnismo político del tiempo de la Restauración borbónica, pero desde luego no tenía las dimensiones multimillonarias e internacionales que tiene en la actualidad. La formación ciudadana, aún con todas sus imperfecciones, y la capacidad crítica respecto al bien común han aumentado desde entonces y la necesidad de una respuesta penal, y por consiguiente procesal penal, ha llevado a la adopción de algunas medidas concretas que ahora debemos examinar un poco más de cerca.

La corrupción, como he recordado ya, es un fenómeno complejo bajo cuya formulación amplia encontramos desde conductas individuales (la falsificación de una calificación en beneficio del gobernante de turno) hasta redes en las que tiene un protagonismo esencial la ingeniería financiera, con contabilidades ocultas, sociedades pantalla y paraísos fiscales. El reflejo procesal de estas realidades criminológicas no puede ser el mismo. Para las primeras un proceso anticuado y parcheado todavía puede ser útil. Lo que está claro es que no lo es para estos casos de corrupción que se manifiestan en auténticos casos de criminalidad organizada.

En cualquier caso, el problema de la apreciación ciudadana de una cierta impunidad está justificado por una administración de justicia lenta y poco adaptada a las mudanzas de los tiempos. Llama mucho la atención que, así como la Administración Tributaria es modélica en su organización y en su funcionamiento, el Poder Judicial se ve coartado por múltiples limitaciones, que tal vez no sean casuales. ¿Interesa a los políticos que funcione bien la justicia? Hay razones para dudarlo, y más cuando son los propios gobernantes los que pueden verse afectados directamente por unos Juzgados y Tribunales que hagan bien su trabajo, y de hecho los hay, también en España que están cumpliendo condenas, a pesar de las dificultades de diverso tipo que pueda haber conllevado su enjuiciamiento.

Una de las críticas que motivaron uno de los principales cambios procesales de octubre de 2015 fue la complejidad de muchas de las causas por corrupción, lo que llevaba a ramificaciones abundantes e interminables investigaciones, algunas de ellas necesitadas de una indispensable cooperación internacional que suele tardar en llegar. Por ello se pretendió la agilización de los “macroprocesos”, de casi imposible gestión, a través de una restricción de las reglas que llevaban a la acumulación de procesos por conexidad. Sin embargo, la modificación no fue pacífica, pues la existencia de elementos comunes entre distintos procesos lleva a la aplicación de resbaladizos conceptos jurídicos indeterminados como el de “una excesiva complejidad o dilación en el procedimiento” (art. 17.1 LECrim), que en realidad venían ya siendo aplicados por la jurisprudencia.

Otra novedad, dirigida a la misma finalidad que la anterior: la implementación efectiva de un proceso sin dilaciones indebidas fue la previsión de un límite temporal para la fase de investigación en el artículo 324 LECrim: con un máximo de seis meses desde la fecha del inicio (“fecha del auto de incoación del sumario o de las diligencias previas”), salvo que se declarara la instrucción compleja, en cuyo caso podría durar hasta dieciocho meses. Tampoco fue unánime la recepción de esta solución normativa, pues ciertamente no enfrentaba los verdaderos problemas de la práctica forense, que mucho tienen que ver con las limitaciones personales de los juzgados, con una organización anticuada y en algunos casos un funcionamiento cercano a lo caótico y no por voluntad propia. Por tanto, el diagnóstico del problema puede considerarse acertado, pero la solución aparte de su intención drástica, en la práctica fue escasamente eficaz, pues el legislador no se atrevió siquiera a formular una sanción procesal para el caso del incumplimiento de esa norma. La Ley 2/2020, de 27 de julio, ha modificado el tenor de esta norma para ampliar el plazo y permitir las prórrogas que se estimen necesarias.

Aunque no sean los únicos posibles implicados por una atribución de responsabilidad criminal por delitos de corrupción, son especialmente criticables desde la ética pública los casos en que son los cargos públicos, elegidos democráticamente por la ciudadanía, los que reciben la imputación por alguno de los delitos que subyacen a todas las consideraciones que estamos exponiendo. Más aún cuando hay indicios de prácticas delictivas inveteradas, que salen a la luz dentro del combate político, y no suelen estar exentas de la deprimente respuesta del “y tú más”. Da la sensación desagradable de que se prefiere degradar aún más el debate cívico, que facilitar la acción de la justicia con una sincera asunción de responsabilidad.

Una de las cuestiones que han sido objeto de debate en los últimos años, cuando empezaron a abundar los casos de cargos políticos implicados en aprovechamientos antijurídicos de su posición, fue el de amarrarse a sus privilegios procesales en cuanto a la competencia objetiva. Tanto en la Constitución de 1978, como en todos los Estatutos de Autonomía que sirven de norma básica para cada una de las Comunidades Autónomas que configuran nuestro país, se contienen un gran número de normas que exceptúan la regla del juez natural, con el objetivo expreso de proteger el ejercicio de la función que tienen constitucionalmente encomendada, sin contar con la inmunidad de jurisdicción de nuestro Jefe de Estado que es más propia de tiempos medievales que de un Estado con la necesaria madurez democrática.

Todo ello tiene que ver con algunos factores a los que ya he aludido: los juzgadores de los altos tribunales son nombrados por el Consejo General del Poder Judicial, cuyos veinte miembros, a pesar de algunas reformas complejas, pero poco sustanciales, siguen siendo nombrados en últimas por las cúpulas de los principales partidos políticos, lo que recuerda lamentablemente al cuento de la zorra y el gallinero, pues estos tribunales son los encargados de enjuiciar a los políticos aforados. Ahora, quizás se entiendan mejor las críticas apuntadas antes por GRECO respecto a la importancia de las apariencias en la organización y funcionamiento de la justicia española.

Podríamos pensar que los nombrados son personas de intachable moralidad, lo cual probablemente sea así en la inmensa mayoría de los casos, pero da que pensar que los políticos imputados se aferren a este tipo de privilegios para que les enjuicie la Sala Segunda (“De lo Penal”) del Tribunal Supremo, o la Sala de lo Civil y Penal (funcionando obviamente como Sala de lo Penal) de los Tribunales Superiores de Justicia, según los supuestos, en lugar de los órganos jurisdiccionales ordinarios, que, salvo demostración en contrario, están plenamente capacitados para ejercer su importante función y para ello deben haber sido cuidadosamente seleccionados conforme a la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Los partidos políticos, al verse acosados por numerosas denuncias y querellas por diversos actos de corrupción, se han planteado cómo responder institucionalmente a la cuestión sobre en qué momento deben adoptarse consecuencias políticas derivadas de los avances de la actuación judicial. Estamos obviamente en el punto de conexión entre la responsabilidad criminal y la responsabilidad política. La primera seguirá beneficiándose del derecho fundamental a la presunción de inocencia hasta el momento de la sentencia firme condenatoria, pero la segunda es puesta en discusión mucho antes. El problema planteado se centra en el quando debe ser obligado el investigado a separarse del cargo público.

Si bastara la mera apreciación de verosimilitud por parte de quien admite la denuncia o incluso por quien lo hace respecto a la querella, podría considerarse que las denuncias y las querellas se convertirían en anómalos instrumentos de persecución política; si por el contrario esperamos a tener una condena firme se hace difícil admitir que alguien sobre quien recaigan altas y fundadas sospechas sobre la comisión de una actividad delictiva pueda seguir sin más, gestionando los asuntos públicos.

Por otro lado, frente a la vigencia continuada del principio “societas delinquere non potest” se ha extendido notablemente en numerosos ordenamientos jurídicos la previsión de la exigencia de responsabilidad penal de las personas jurídicas, a veces con notables imprevisiones sobre las consecuencias procesales de tan importante cambio en un concepto tan básico como el de la capacidad para ser parte en un proceso penal y no sin justificadas polémicas. Es clara la existencia de normas internacionales que nos conminaron a la regulación interna de este cambio estructural, pero quizás también lo sea la implicación de personas jurídicas en delitos de corrupción como sucede con los partidos políticos, los sindicatos y las sociedades mercantiles estatales, antes eximidos como tales de responsabilidad penal - aunque no lo estaban los responsables individuales que hubieran tomado las decisiones al respecto. Es más, con mucha frecuencia se utiliza la compleja estructura de las personas jurídicas para ocultar organizaciones delictivas de amplio alcance e incluso de larga data.

Es difícil valorar si los trastornos que a nuestro sistema jurídico provoca la introducción de una novedad de este calado compensan los beneficios para la propia comunidad social, y no sólo para las empresas de compliance, que están encontrando sus particulares minas de metales preciosos en este negocio de la exención anticipada de la responsabilidad penal, por haber cumplido a rajatabla todos los criterios y procedimientos internos. Parece que de forma mucho más sencilla hubiera podido cumplirse la finalidad de la persecución penal de la corrupción, porque en el fondo de las sentencias condenatorias lo que tendremos siempre serán personas corruptas, con sus nombres y apellidos.

La especial configuración de muchas de estas actividades delictivas y la frecuente presencia de redes de corrupción llevan a que deban preverse nuevas medidas adaptadas para que la finalidad de la comprobación de los hechos y la averiguación de los delincuentes propia de una investigación penal pueda ser alcanzada. Una de las técnicas, que conlleva cierta complejidad, pero que podría ser útil para el descubrimiento de los circuitos financieros ilegales, es la entrega vigilada, definida en el artículo 2.i) de la Convención de Mérida como “la técnica consistente en permitir que remesas ilícitas o sospechosas salgan del territorio de uno o más Estados, lo atraviesen o entren en él, con el conocimiento y bajo la supervisión de sus autoridades competentes, con el fin de investigar un delito e identificar a las personas involucradas en su comisión”. Sin embargo, nuestra ley procesal penal vincula a priori excesivamente a “drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, así como otras sustancias prohibidas”, aunque también a los “bienes, materiales, objetos y especiales animales y vegetales” de especies protegidas, moneda falsificada, armas o municiones no autorizadas o sustancias o aparatos explosivos, inflamables, incendiarios o asfixiantes (art. 263 bis.1 LECrim). Si bien, hay una remisión a un artículo más genérico que permitiría utilizar esta técnica para la finalidad que perseguimos, pues el artículo 371 del Código Penal alude a bienes que tienen su origen en una actividad delictiva sin mayor precisión.

Además, el propio Convenio de Mérida alude a una forma de investigación que ha mostrado su utilidad en Europa a partir de la aplicación del Convenio de asistencia judicial en materia penal entre los Estados miembros de la Unión Europea, hecho en Bruselas el 29 de mayo de 2000: son las investigaciones conjuntas, a partir de convenios específicos que permiten equipos mixtos de investigación, caso por caso. Junto a ello, se habla de manera abstracta de “técnicas especiales de investigación” (art. 50 de la Convención de Mérida), literalmente a las “medidas que sean necesarias, dentro de sus posibilidades (de cada Estado parte)”, entre las que se enumera la vigilancia electrónica o de otra índole y las operaciones encubiertas. Es preciso señalar al respecto la importancia de la llamada Orden Europea de Investigación, ya traspuesta al ordenamiento español mediante la Ley 3/2018, de 11 de junio, por la que se modifica la Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, para regular la Orden Europea de Investigación.

La obtención de elementos probatorios obliga a asegurar la cadena de custodia, o a lo que se ha denominado, en una discutible precisión terminológica, el “embargo preventivo”; es decir, “cualquier medida tomada por una autoridad judicial competente del Estado de emisión para impedir provisionalmente la destrucción, transformación, desplazamiento, transferencia o enajenación de bienes que pudieran ser sometidos a decomiso o constituir elementos de prueba” (art. 2.c de la Decisión Marco). Debe precisarse que precisamente entre las categorías de delitos aplicables se encuentra la corrupción. La Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea dedica precisamente los artículos del 150 al 156 a la ejecución de una resolución de embargo preventivo de bienes y de aseguramiento de pruebas, que deberá determinar qué concreta medida debe adoptarse para asegurar su finalidad, pudiendo consistir en el depósito del bien, su embargo preventivo, el bloqueo de cuentas bancarias, depósitos, valores u otros títulos valores o activos financieros, así como la prohibición de disponer del bien o cualquier otra medida que pueda acordarse en el proceso penal, debiendo realizarse siempre de conformidad con las previsiones del ordenamiento jurídico español.

En general, respecto a cualquier modalidad de criminalidad organizada se ha demostrado decisiva la presencia en el proceso de colaboradores de la justicia. Son abundantes las recomendaciones y resoluciones tanto del Consejo de Europa como de la Unión Europea, así como la abundante jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero en el ámbito de los delitos que podemos incluir bajo el amplio paraguas conceptual de la corrupción se ha hecho famosa una figura específica que suele recibir su nombre en inglés. Me refiero al whistleblower, que en una traducción aproximada podríamos denominar “soplón”. Se trata, en todo caso, de un componente de la red de corrupción que decide testificar sobre los hechos que conoce, poniéndose en riesgo en la mayor parte de las ocasiones quien ha estado implicado en actividades corruptas, o cerca de quien las ha cometido, denuncia las prácticas antijurídicas en una determinada organización pública o privada.

No son menores las cuestiones éticas que plantea esta figura pues, por un lado, su aplicación, en especial en los países anglosajones, ha demostrado su eficacia, pero nos coloca ante problemas jurídicos de importancia como los que conlleva en general la justicia premial, es decir, el buen propósito de quien denuncia y la evitación de móviles espurios; pero, además, por otro lado, la necesidad de arbitrar medios efectivos de protección frente a toda posibilidad de represalia o intimidación, que a la vez no disminuyan en esencia los derechos procesales del acusado. Se habla así de medidas de protección física, de la prohibición total o parcial de revelar información sobre su identidad y paradero, de la declaración testimonial a través de tecnologías de la información u otros medios adecuados, que permitan incluso, si fuera necesario, ocultar la imagen del declarante. Hay que tener en cuenta, en este sentido, la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión.

Dos consideraciones más, merece la perspectiva probatoria, que tienen que ver con la obtención de información válida y suficiente para desenmarañar las redes financieras que suelen caracterizar los casos de corrupción más complejos a efectos de fundar una sentencia condenatoria. La primera se refiere al problema del secreto bancario, en el que se basa la economía de algunos países y que supone un obstáculo mayor para la comprobación de los hechos y la averiguación de los delincuentes en este tipo de infracciones penales. Así la propia Convención de Mérida se preocupaba de que cada Estado parte velara por la existencia “en su ordenamiento jurídico interno de mecanismos apropiados para salvar todo obstáculo que pueda surgir como consecuencia de la aplicación de la legislación relativa al secreto bancario”.

Pero, en segundo lugar, hay que ser conscientes de la complicación contable que conlleva investigar estas organizaciones delictivas. La formación de los jueces es, obviamente, insuficiente para entender la documentación que puede ir apareciendo en estas investigaciones penales. Por ello, se hace imprescindible el auxilio de peritos contables con buena formación e imparcialidad garantizada. Puede parecer una utopía, pero a medio plazo sería deseable contar con especialistas en esta materia en los juzgados y tribunales, como existen ya médicos o psicólogos forenses para otro tipo de delitos.

La privación del dinero y de los bienes obtenidos a través de la delincuencia económica se convierte en una pieza fundamental para la efectiva persecución de este tipo de criminalidad, por la evidente finalidad de enriquecimiento ilícito que el ordenamiento jurídico no puede permitir. Respecto al decomiso o confiscación de estos productos del delito, contamos con instrumentos normativos como la Directiva 2014/42/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 3 de abril de 2014, sobre el embargo y el decomiso de los instrumentos y del producto del delito en la Unión Europea; la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, o más directamente, la Ley 41/2015, que introdujo normas específicas al respecto en nuestra vieja LECrim.

Suele ocurrir que precisamente ese incremento patrimonial antijurídico es la finalidad central que ha llevado al delincuente a la comisión del delito. Por tanto, parece esencial que, tanto de la perspectiva de la prevención general, como de la prevención especial, la privación de esos beneficios sea una consecuencia derivada de la constatación de la infracción misma y de su autoría. Es necesario prestar atención al capítulo V de la Convención de Mérida, relativo a la recuperación de activos, considerado como principio fundamental. En esta sección se contempla la prevención y detección de transferencias del producto del delito; la adopción de las medidas necesarias para la recuperación directa de bienes; mecanismos de recuperación de bienes mediante la cooperación internacional para fines de decomiso (incluida la posibilidad de adoptar medidas sin que medie una condena, en casos en que el delincuente no pueda ser enjuiciado por motivo de fallecimiento, fuga o ausencia, o en otros casos apropiados); así como otras normas de cooperación internacional para fines de decomiso, incluidas normas especiales para remitir a otro Estado parte información sobre el producto de delitos, incluso en el caso de que no la haya solicitado, disposiciones sobre restitución y disposición de activos, incluida la devolución a sus legítimos propietarios o a indemnización de las víctimas del delito. Por último, se ofrece a los Estados parte la consideración de la posibilidad de establecer una dependencia de inteligencia financiera que se encargará de recibir, analizar y dar a conocer a las autoridades competentes, todo informe relacionado con las transacciones financieras sospechosas.

En una economía globalizada, un Estado es impotente por sí solo para combatir con algún éxito por lo menos los supuestos más complejos de esta criminalidad. También es aplicable esta afirmación respecto a la investigación y el enjuiciamiento de la corrupción: es preciso que los Estados cooperen, si partimos de la constatación de que la corrupción traspasa muy fácilmente las fronteras. Especial relevancia tienen las convenciones internacionales, así como otras normas de ámbito regional, para contribuir ampliamente a que los propósitos de persecución de estas infracciones criminales no se queden en una mera palabrería. Es una buena señal el extenso capítulo IV de la reiterada Convención de Mérida (arts. 43-50) o la regulación plural en el Derecho europeo, tanto en el seno del Consejo de Europa, como en el de esa relativamente exitosa organización de especial integración a la que conocemos en la actualidad como Unión Europea.

Si de verdad queremos combatir a la corrupción a través de los instrumentos que nos proporciona el Derecho, debemos incidir en la elaboración de adecuados esquemas de prevención y de disuasión. El Derecho procesal penal no puede permanecer impasible ante las infracciones de la criminalidad económica, pero llegarán siempre tarde y con excesivas dificultades para una respuesta eficaz. En nuestras manos está, sin embargo, el procurar las imprescindibles adaptaciones de la legislación vigente para que no queden impunes. No es tarea fácil en ordenamientos como el español necesitados de una actualización urgente del sistema procesal penal en su conjunto. No obstante, el empuje de la normativa convencional y, en el ámbito europeo, las exigencias del Derecho promulgado por las instituciones de Bruselas contribuyen en alguna medida en que se vayan superando los inconvenientes que nos pone por delante una realidad criminológica que en absoluto es nueva, pero sí lo son probablemente sus implicaciones globales.

Villares de la Reina, 28 de octubre de 2020