Prólogo
Vivimos en la paradoja del bienestar económico y el desarrollo armónico y pleno de todas las facultades del ser humano, cuando en esencia, la mayoría de las personas están condicionadas a vivir en la marginación y la exclusión, arrinconadas en la injusticia social.
La historia de los pueblos latinoamericanos es la historia de la opresión y de la miseria ancestral. El poder de élites de diversos orígenes ha determinado la vida social y la promesa de la prosperidad generalizada ha sido un engaño que seduce y cuyo espejismo lleva a sociedades enteras a sucumbir y adoptar actitudes rituales, en las que se acepta la pobreza como destino.
Los usufructuarios de las sociedades del “tener”, atendiendo sus intereses, lo mismo propiciaron dictaduras militares, en particular durante el Siglo pasado y, a la vez, se han convertido en adalides de endebles democracias representativas, hábilmente manipuladas para preservar el poder y perpetuar la miseria social.
Los sistemas socioeconómicos contemporáneos que incentivan el individualismo y lo colocan a prueba, en una competencia feroz para alcanzar las metas culturalmente preestablecidas, están inhabilitados para generar espacios en los que tenga plena vigencia la justicia social.
Es, en este contexto, en donde distintas regiones del mundo y particularmente en la República de Colombia, surgen movimientos armados que, en su momento, reivindicaron las necesidades de su pueblo. En estos casos, la teoría de la anomia o comportamiento desviado se refiere a la rebelión ante un estado de cosas y el éxito o el fracaso de tales movimientos se traduce en el surgimiento de héroes o de criminales deleznables que deben sufrir las consecuencias de sus acciones.
Todo movimiento social, armado o no, necesita de las bases mayoritarias de quienes sufren una realidad lacerante y, para esto, entre otros factores, se requiere la congruencia entre los ideales y las acciones. En el caso de Colombia no podemos negar la injusticia social endémica y el drama de un pueblo claramente dividido por estratos sociales donde la exclusión es concomitante a la vida cotidiana y, en cambio, podemos dar cuenta de las desviaciones de los citados movimientos, al extremo de asociarse con organizaciones criminales y de generar millones de víctimas, supuestamente en aras de la razón de su existencia.
La postración de nuestros pueblos, ya sea por su marginación social o por la alienación cultural, en la que admiten su condición de peones en tableros de ajedrez, facilita a quienes detentan el poder económico y político y la definición de agendas sociales donde la postración social anula los derechos fundamentales.
La injusticia social, generadora también de la anomia cultural, produce un ejército de seres humanos que encuentran en la violencia el cauce de realización existencial; de ahí que la desactivación de movimientos armados en Colombia sea solo un paso, en un largo camino por transitar para alcanzar la paz; esto, necesariamente, reclama un cambio radical en la visión de quienes detentan la pluralidad de poderes para cumplir con la misión filosófica de dar a cada quien lo que le corresponde.
Es importante recordar que las mentes más lúcidas en el devenir de nuestra especie han coincidido en que todos somos intrínsecamente bondadosos; sin embargo, una y otra vez, hemos extraviado el sendero existenciario que conduce a sociedades pacíficas y hemos arrumbado en lo más profundo de nuestro inconsciente individual y del inconsciente colectivo, nuestras más apreciadas cualidades positivas que, en el mundo en que vivimos, permanecen en estado letárgico; algo similar ha acontecido con nuestras habilidades sociocognitivas que, siendo indispensables para experimentar paz interior y volcarla hacia nuestros semejantes, la misma alienación en la cultura mantiene en estado de hibernación.
Como ya se señaló, las culturas contemporáneas nos alienan y encontramos sentido de vida en los valores relativos, característicos de modos de producción que gestan depredadores donde el “otro” cobra sentido, solo si se convierte en un elemento para realizar nuestras metas; por lo que, en este contexto, vivimos y experimentamos una continua dicotomía entre hacer el bien y alienarnos, admitiendo prescripciones artificiosas, fincadas en verdades subjetivas.
Para alcanzar la paz en Colombia, es indispensable reflexionar sobre el impacto que, en la vida de un pueblo tiene la cultura del “tener” y la importancia de amalgamarla con la cultura del “ser”. Este solo hecho abre espacio a conflictos intrapersonales, interpersonales y sociales que nos movilizan hacia procesos que llevan a la toma de conciencia sobre la realidad y a la adopción de actitudes contestatarias para transformarla.
En el marco de los comentarios anteriores, la organización guerrillera más numerosa de Colombia participó y culminó un proceso donde el Estado colombiano produjo suficientes condiciones como para intentar producir la percepción generalizada de un conflicto sin perdedores.
En el contexto mencionado se firmó el acuerdo para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera al que, por cierto, no se adhirieron sectores minoritarios del frente armado revolucionado de Colombia ya que son ajenos movimientos, como el Ejército de Liberación Nacional; asimismo se abrió una brecha entre dos sectores de la población que expresaron su voluntad en el plebiscito de fecha 02 de octubre del 2016 y se han diseminado sucesos que nos muestran un proceso de paz inacabado y la incertidumbre sobre un futuro en el que la desactivación total de los movimientos armados sea una realidad.
La respuesta de investigadores y académicos la encontramos en esta magnífica obra colectiva, publicada en su primera parte, en diciembre de 2017 y que se complementa con la presente edición. Ésta nos muestra, desde distintas percepciones el complejo escenario que vive y experimenta la sociedad colombiana, en este azaroso tránsito de los conflictos armados hacia una anhelada paz colectiva cuya lejanía es un reto aun mayor que los avances hasta ahora logrados.