Imaginario social y subjetividades en refugios de atención a la violencia de género en México1

Laura Pérez-Patricio 
y Luis Pérez-Álvarez 

https://doi.org/10.25965/trahs.833

Este trabajo plantea una reflexión crítica sobre algunos aspectos relacionados con la atención de la violencia de género contra las mujeres en los refugios a puertas cerradas, la subjetividad y sus imaginarios sociales, al señalar cómo intervienen estos conceptos en una experiencia paradigmática que crea significaciones y discursos que posibilitan la construcción de una identidad en las mujeres que la viven. Se analiza la tendencia de las instancias y organizaciones que intervienen con las mujeres en refugios de establecer objetivos medibles y cuantificables bajo las demandas económicas y políticas de las instancias financiadoras, relegando de esta forma la experiencia subjetiva de quienes participan en esta relación como vínculo. Tales consideraciones se orientan a un llamado a reflexionar sobre el papel de la subjetividad como un elemento creador de significados y sentidos en la experiencia de atención de la violencia de género contra las mujeres en los refugios.

This project sets up a critical reflection about some aspects related to provide protection and care for gender violence victims, especially in shelters behind closed doors for battered women. Subjectivity and social stereotypes points out how these concepts play a paradigmatic experience making significations and discourses that facilitate the creation of an identity on those women who live the experience. This investigation analyses the way those non-lucrative and governmental organizations which finances these kind of women shelters, apply only countable objectives to obey economic requirements more than taking account the subjective experience of the women who live in those shelters. These considerations are made as a calling to reflect about the role of subjectivity as a creator element of senses and meaning on the experience about the attention in battered women's shelters.

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Consideraciones iniciales

En las últimas décadas se ha evidenciado a nivel internacional el número creciente de casos de violencia de género contra las mujeres; particularmente en México, de acuerdo con la última Encuesta Nacional Sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares realizada en 2016 por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (2017). De los 46.5 millones de mujeres de 15 años y más que residen en el país, el 66.1% han padecido algún incidente de violencia por parte de cualquier agresor, alguna vez en su vida; de ellas, el 35.8% manifestó que los eventos de violencia física y/o sexual pusieron en riesgo su integridad física, y en el 64.3% su integridad emocional debido a las consecuencias derivadas de estas vivencias que las llevaron a desarrollar ideaciones o intentos suicidas. Estas situaciones se identifican como violencia severa o extrema, ya que incluyen a:

“las mujeres a quienes su cónyuge ha amarrado, pateado, tratado de ahorcar o asfixiar, agredido con un cuchillo o navaja, disparado con un arma y obligado a tener relaciones sexuales usando la fuerza física; les ha quitado dinero o bienes. Se incluyen también las que, como resultado de esta violencia, han tenido graves consecuencias físicas o psicológicas como operaciones, cortadas, quemaduras, pérdida de dientes, fracturas, abortos, partos prematuros, inmovilidad de al menos una parte de su cuerpo, fallecimiento de algún miembro del hogar, o que han necesitado recibir atención médica o psicológica por los problemas con su pareja” (Instituto Nacional de Estadística y Geografía, 2013: 7).

Como respuesta ante la gravedad de esta problemática, en México, se han desarrollado instrumentos dirigidos a erradicar la violencia de género contra las mujeres. Uno de los más relevantes ha sido la publicación en 2007 de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida libre de Violencia, la cual establece:

“medidas y acciones para proteger a las víctimas de violencia familiar, como parte de la obligación del Estado, de garantizar a las mujeres su seguridad y el ejercicio pleno de sus derechos humanos” (Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2015: 3)

El objetivo de esta ley es coordinar a la Federación con las entidades para establecer modelos de atención, prevención, sanción y erradicación de la violencia contra las mujeres. Una de las acciones más relevantes que marca para la protección de las mujeres en situación de violencia severa o extrema, es la instalación y mantenimiento de refugios especializados que salvaguarden la vida y la integridad de las familias. Éstos son espacios temporales de aproximadamente tres meses de estancia, que ofrecen "servicios de protección, alojamiento y atención con perspectiva de género a mujeres, sus hijos(as) que viven en situación de violencia familiar o de género extrema” (Secretaría de Salud, 2014).

Los primeros refugios en México comenzaron a operar a finales de la década de los noventa, creados por organizaciones civiles; al año 2015 operaban 72 refugios en el país y a la fecha se sabe que hay por lo menos uno en cada Estado de la República, perteneciente a organizaciones de la sociedad civil, instituciones de asistencia privada y/o a instituciones públicas (Red Nacional de Refugios, 2014). Estas instancias y organizaciones proporcionan atención integral en las áreas de trabajo social, psicología, legal, médica y educativa a las mujeres, sus hijas e hijos menores de 18 años que se encuentren en una situación de alto riesgo y que carezcan de redes de apoyo.

Los refugios operan siguiendo un modelo de funcionamiento (Instituto Nacional de las Mujeres, 2011) que tiene como objetivo garantizar la calidad en los servicios que se brindan. Éste y otros modelos estatales propuestos para profesionalizar la atención brindada se encuentran fundamentados en el marco normativo mexicano vigente y basados en propuestas internacionales, en los cuales, además de la atención multidisciplinaria, se prioriza proporcionar seguridad a las familias, mediante el establecimiento de modelos de atención a puertas abiertas o cerradas (Instituto Nacional de las Mujeres, 2016a).

Los refugios que operan bajo modelos a puertas cerradas son identificados como de alta seguridad, ya que su ubicación es confidencial y mantienen la restricción del contacto de las familias con el exterior. Tienen por objeto reducir los riesgos físicos y emocionales que conlleva la posibilidad de que las familias sean localizadas por su agresor, al mismo tiempo que posibilitan un espacio que brinde la oportunidad de romper con el ciclo de violencia.

Los refugios a puertas cerradas como instituciones totales

Las instancias y organizaciones que brindan refugio a puertas cerradas a las mujeres en situación de violencia de género, establecen normas y modelos para atenderlas; es decir, se crea una institución asistencial en la cual se “producen modelos de comportamiento, mantienen normas sociales, integran a sus usuarios dentro del sistema total” (Lourau, 1988: 13). De esta forma, los refugios crean estructuras que delimitan y configuran la vida de las mujeres, sus hijas e hijos durante su estancia. Tienen como objetivo crear una experiencia paradigmática que logre transformar y crear sentidos que abran la posibilidad de generar una nueva visión, una nueva realidad libre de violencia.

Goffman (2008) habla de instituciones totales, las cuales pueden ser lugares de residencia para algunas personas, como monasterios, cárceles, hospitales psiquiátricos, entre otros,

“donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (2008:13).

En los refugios temporales para mujeres que vivieron violencia, se restringe el vínculo libre y espontáneo entre el personal profesional y las familias que ahí residen, ya que el objetivo de la estancia de las mujeres en estos refugios especializados, además de salvaguardar su integridad física y emocional, es posibilitar el proceso de empoderamiento, en el sentido de desarrollar “la capacidad efectiva de controlar las fuentes de poder social” (Instituto Nacional de las Mujeres, 2007: 58), lo cual implica generar cambios progresivos en las creencias que tienen sobre ellas mismas y en sus relaciones interpersonales, al deconstruir aprendizajes basados en un sistema patriarcal.

El empoderamiento se pretende lograr a partir de sustraer a las mujeres, sus hijas e hijos de forma provisional de la vida social ordinaria, generando una ruptura con el pasado, en el cual vivían sometidas por un generador de violencia, que en la mayoría de los casos fue la pareja sentimental, y un sistema patriarcal que legitima un lugar de desigualdad “histórica y universal, que ha situado en una posición de subordinación a las mujeres respecto a los hombres” (Delgado, 2010: 45).

El aislamiento en estos refugios promueve la formación de un grupo unificado de familias residentes en el que no importa el estrato social, nivel económico o de educación, lo que facilita que los roles que desempeñan las mujeres se centran en su autocuidado y el de sus hijas e hijos; pero, para lograrlo es necesario que experimenten el sentido de ineficiencia personal y establezcan una relación entre sus deseos personales y los intereses ideales de la institución que les brinda el refugio (Goffman, 2008).

En su sentido funcional, los refugios tienen una finalidad operatoria, ya que son “formas visibles por estar dotadas de una organización jurídica y/o material” (Lourau, 1988: 9–10). No obstante, para comprender la complejidad de la experiencia dentro de un refugio, resulta necesario también abordar a la institución en el sentido que plantea Castoriadis. De acuerdo con este autor la institución de la sociedad, entendida

“en su sentido más amplio y radical, pues significa normas, valores, lenguaje, herramientas, procedimientos y métodos de hacer frente a las cosas y de hacer las cosas, y desde luego, el individuo mismo…” (Castoriadis, 2005: 67)

posee significaciones imaginarias sociales propias que la organizan. Estas significaciones

“son creadoras de objetos, discursos, prácticas e instituciones, a partir de las cuales el sujeto se construye un mundo psíquico y socio-histórico para sí, en el que encuentra sentido su existencia y sus acciones”. (Anzaldúa, 2012: 35)

Es así que lo imaginario se manifiesta en la capacidad del sujeto para transformar lo establecido y crear sentidos, valores y discursos que lo instituyen, y que por tanto, inciden en la producción de subjetividades. La subjetividad está ligada necesariamente a lo histórico social, al contexto, al lenguaje, a las formas de ser y de hacer, siempre en relación con los otros.

El imaginario social, siguiendo a Castoriadis (2007), produce significaciones a partir de un sistema colectivo y se presenta en dos sentidos, el imaginario instituido, que promueve que se mantengan los discursos y significados, y el imaginario instituyente, que está expresado por la creación como función, la capacidad de innovación.

Desde estas vertientes del imaginario social, podemos pensar el problema de la violencia de género contra las mujeres y la atención que se les brinda en los refugios. Los movimientos feministas que tomaron fuerza en la segunda mitad del siglo XX evidenciaron la violencia de la que son objeto las mujeres en diferentes ámbitos sociales, permitiendo deconstruir saberes y prácticas sociales basadas en una cultura patriarcal, instituidas y legitimadas bajo un contexto socio-histórico particular.

Estos movimientos permitieron que, a partir de la teorización y abordaje de la violencia de género contra las mujeres, se establecieran e instituyeran saberes y acciones particulares en la atención, replicados principalmente por instancias y organizaciones dedicadas a la asistencia social.

Los refugios establecen las normas bajo las cuales las residentes en ellos deben actuar. En este sentido, replican formas de actuar y pensar, validadas desde teorías y saberes instituidos ajenos a las mujeres, pero en el que también participa un componente subjetivo por lo que las formas de producción de sentido se dan por la relación entre lo psíquico y lo social. De esta forma, se genera la posibilidad de que lo imaginario actúe como creación originaria instituyente y no únicamente la repetición de los saberes, significaciones, valores, etc., replicados por la institución en su sentido funcional.

Siguiendo los planteamientos de Castoriadis, podemos reconocer que la violencia de género es una institución en sí misma, ya que marca pautas de comportamiento y acción, tanto para quienes viven en esa situación (perfil de la mujer maltratada, del generador de violencia, consecuencias de la violencia, etc.) como para quienes desean generar un cambio (empoderamiento, autonomía, perspectiva de género, etc.), es decir el personal que ahí labora.

Estos conceptos intervienen en la creación de significaciones, discursos e identidades en un plano intersubjetivo, ya que los imaginarios sociales de la violencia se articulan en las prácticas del personal profesional que interviene con las mujeres; pero, al mismo tiempo, estas prácticas actúan sobre las subjetividades de las mujeres a partir de una posición de poder que es legitimada por los refugios que se considera que, poseen el saber teórico y práctico legitimador de otras subjetividades.

La invisibilidad de la subjetividad en la atención de la violencia de género

En la últimas décadas se han diseñado modelos, guías y protocolos a nivel nacional, en su mayoría publicados por instancias gubernamentales (Instituto Nacional de las Mujeres, 2016a; Instituto Nacional de las Mujeres & Universidad del Caribe, 2004), que sistematizan la atención de la violencia de género contra las mujeres al especificar modelos de repetición de una estructuración instituida por los refugios, para promover que las mujeres se inserten en un modelo que la institución valida como una vida libre de violencia; en ellos se establecen formas de actuación de forma integral y multidisciplinaria.

No obstante, estas publicaciones presentan a las mujeres como receptoras de las prácticas institucionales, sin reconocer de forma explícita que, aunque un sujeto puede constituirse en las prácticas sociales, al mismo tiempo interviene en estas prácticas con su propia historia, con sus experiencias, con su origen (Fernández, 1999), es decir, con su propia subjetividad articulada en las prácticas sociales.

Organizaciones civiles y dependencias públicas en México se han encargado de dar cuenta del impacto de la intervención especializada en las mujeres que viven violencia, a partir de establecer indicadores que cuantifican los resultados: como el número de solicitudes, detecciones y atenciones registradas; publicación de resultados de encuestas; la cobertura de atención, entre otros indicadores de resultados cuantitativos (Secretaría de Salud, 2014).

Es así como se puede identificar que se da por hecho que la experiencia de atención institucional a las mujeres es generadora de cambios; no obstante, han sido limitados los esfuerzos por comprender de qué forma se genera esta transformación y qué elementos participan en ella, en especial en los refugios como instituciones totales en las que el contacto social se encuentra limitado, restringiendo éste a la relación con otras mujeres en situación similar a la suya y al personal profesional que interviene con ellas.

La tendencia a nivel mundial para dar cuenta del impacto que ha tenido la atención brindada dentro de los refugios y en general, la atención de la violencia de género contra las mujeres, es la de monitoreo y evaluación, lo cual implica un esfuerzo por visibilizar la magnitud de la problemática, así como para documentar programas y enfoques de intervención que han sido exitosos y establecer prioridades de financiación (ONU Mujeres, 2012b). Sin embargo, algunas instancias como la ONU Mujeres (2012a), han señalado la presión que ejercen las instancias donantes para la financiación de programas, al evaluar de forma reduccionista el desempeño de quienes participan en la intervención dentro de las instancias e instituciones: por un lado, se evalúa la eficiencia del personal profesional involucrado, a partir del establecimiento de objetivos medibles y cuantificables en un periodo determinado de tiempo, regularmente en el tiempo que dura un proyecto financiado; y por el otro lado, los logros de las mujeres implicadas en el proceso suele ser evaluado en función de su permanencia y participación hasta la conclusión del proyecto. Así también lo reconoció la Association for Women’s Rights in Development en el año 2010:

“Los marcos lineales, en particular, tienden a centrarse principalmente en la medición del desempeño en función de metas y actividades predeterminadas, de manera que lo único que se puede decir al finalizar un ciclo de proyecto es si se alcanzaron esas metas o no, pero no cómo ni de qué manera se logró un cambio genuino” (Batliwala & Pittman, 2010: 9).

Esta Asociación refiere que, en la práctica, el monitoreo y evaluación de las acciones de empoderamiento para las mujeres se llevan a cabo por parte de las organizaciones debido a que: (a) los donantes lo exigen, (b) ayudan a mantener el financiamiento u obtener más, y (c) favorecen la recaudación pública de fondos, el trabajo de promoción y defensa; aunque en teoría el monitoreo y evaluación deberían estar motivados por: (a) conocer cómo ocurre el cambio, (b) analizar la función de las instancias en el proceso de cambio, (c) dotar de poder a los actores involucrados en el proceso de cambio, (d) practicar la rendición de cuentas y construir credibilidad, y (e) promover el apoyo público a la justicia (Batliwala & Pittman, 2010: 8). No obstante, en pocas ocasiones ocurre así, por lo que se prioriza por métodos que “miden los procesos y resultados, pero no el impacto” (ONU Mujeres, 2012a).

Entre los desafíos del monitoreo y evaluación que la ONU Mujeres (2012a) ha identificado, se encuentra la dificultad para que, en ciertas intervenciones, se defina qué significa el éxito y cómo se ha llegado a él; por lo que se tiende a evaluar y monitorear en función de los resultados objetivos y medibles que las organizaciones requieren demostrar, visibilizando en mayor medida cambios “positivos” en las vidas de las mujeres, que les han permitido acceder al empoderamiento y a una vida libre de violencia.

Sin embargo, en estos reportes son escasos o nulos los indicadores cualitativos. Así lo han reconocido organismos como el Banco Mundial al emitir recomendaciones que enfatizan la importancia de incluir indicadores cuantitativos, que permitan identificar los programas e intervenciones exitosas en función de los resultados obtenidos y cualitativos, que den cuenta del proceso (Prennushi, Rubio, & Subbarao, 2001); por ello se considera que sería relevante incluir las historias de reconocimiento de consecuencias inesperadas o no validadas como “positivas” por las organizaciones, a partir de las intervenciones, como dificultades o resistencias de las mujeres, para adaptarse al modelo de atención o de comprometerse con la deconstrucción de aprendizajes basados en un sistema patriarcal, entre otras.

Bajo las demandas políticas y económicas descritas anteriormente, se puede inferir que reconocer dificultades o limitaciones cualitativas en los resultados de los programas, podría significar la reducción de presupuesto o incluso el cierre de programas. Parece que ése es el riesgo que conlleva detenerse a comprender y entender el proceso por el que las mujeres atravesaron durante la experiencia de recibir apoyo, ya que resulta inverosímil pensar que, en este proceso, todo fue positivo y reconstructivo a nivel subjetivo para las mujeres y para el propio personal profesional que participó en la atención multidisciplinaria.

Por ello, pareciera que evaluar el cambio en función de estándares previamente establecidos, se convierte en una estrategia ante la demanda de pruebas de quienes invierten a plazo fijo en el empoderamiento de las mujeres y que, monitorear y evaluar se realiza en función de la rendición de cuentas y la evitación de consecuencias indeseadas para las organizaciones, como el retiro del subsidio o apoyo, y no como un medio para comprender y aprender de las mujeres beneficiadas para mejorar los programas; lo cual puede provocar entre las personas beneficiarias de la asistencia social, la sensación de que el uso de la evaluación es una herramienta impuesta por las necesidades de las organizaciones (Batliwala & Pittman, 2010), y no como una alternativa para promover la comprensión de las problemáticas sociales que atienden en las organizaciones.

La ideología de evaluar a los sujetos ha sido una tendencia marcada en las prácticas sociales, propensa a la creación de perfiles totalizadores basados en discursos instituidos, en los que las organizaciones se presentan como expertas poseedoras de los saberes prácticos y teóricos, en donde “el saber y poder son dos caras de lo mismo” (Ibáñez, 1998: 112). Es, de esta forma, que las organizaciones tienen la capacidad de establecer.

“…lo que es administrativamente deseable o no, lo que es socialmente conforme o no, lo que es políticamente oportuno o no lo es. Llega incluso a decidir lo que es o no científico” (Milner, 2007: 33).

En este afán cientificista se corre el riesgo de reducir la realidad, separando ésta en sujeto de la experiencia y objeto de evaluación.

Tomando en cuenta estos parámetros y de acuerdo con la revisión de las publicaciones realizadas por algunas organizaciones civiles e instancias gubernamentales respecto al diagnóstico y evaluación de los refugios en México (Instituto Nacional de las Mujeres, 2016b; Téllez et al., 2006; Toledo & Lachenal, 2015), se puede identificar que los refugios evaluados también tienden a establecer suposiciones de lo que, para las mujeres, debe significar a nivel subjetivo la experiencia de apoyo, no sólo dentro de ellos, también en las actividades encaminadas al empoderamiento de las mujeres, fuera de estos, ya que los esfuerzos de monitoreo y evaluación se encuentran dirigidos al funcionamiento operacional de las instancias y organizaciones, así como a señalar las percepciones positivas que las mujeres tienen de su estancia en los refugios evaluados.

Es de esta forma que se infiere que los refugios tienden a tomar el control sobre lo que es considerado como verdadero, respecto de las experiencias de las mujeres. El sufrimiento se cosifica, se evalúa y se generaliza. En este sentido, se corta la singularidad del sujeto, con la pretensión de que lo objetivo y cuantificable domine el discurso institucional, olvidando en ocasiones que “el sujeto y el objeto, a todos los niveles, son dos partes de lo mismo” (Ibáñez, 1998: 112).

Bajo los estándares de una lógica de mercado en la que los refugios deben demostrar resultados positivos en un periodo de tiempo determinado, se han tomado como base los manuales diagnósticos de los diversos síntomas y síndromes asociados a la violencia. Se han elaborado test y escalas (Instituto Nacional de las Mujeres & Universidad del Caribe, 2004) que permiten al personal profesional que labora en estas instituciones identificar situaciones potencialmente riesgosas en las mujeres, y la necesidad de recibir atención por esa problemática.

Estos instrumentos representan una herramienta para identificar y atender casos de violencia y son producto de un esfuerzo conjunto de organizaciones y expertos/as en el tema para estandarizar los protocolos de evaluación y atención, sin embargo, pueden conducir a quienes los utilizan a despojar a las mujeres de su condición de sujetos hablantes, dirigiendo la identificación de necesidad de apoyo a la infantilización, al retirar la responsabilidad subjetiva sobre el síntoma o malestar, convirtiéndolas en objetos por el protocolo y desconociendo la subjetividad ante comportamientos objetivables por el requerimiento estadístico (Castro, 2013), manejando de esta forma un discurso ambivalente de empoderamiento y asistencialismo.

Se considera que, a partir de las exigencias institucionales en los refugios, se le otorga un carácter cuantificable a la experiencia subjetiva de la violencia contra las mujeres y del personal profesional que interviene con ellas, en donde los comportamientos concretos son susceptibles de medición, diferenciando a los sujetos por la cantidad del rasgo evaluado.

Es así que “lo singular y lo subjetivo desaparecieron del panorama epistemológico-metodológico de la psicología” (González-Rey & Martínez, 2016: 7). En esta lógica, se corre el riesgo de negar a los sujetos la capacidad de crear y recrearse, debido a que su comprensión está dada principalmente a partir de lo utilitario; en este sentido, darles palabra a las mujeres no se refiere a la necesidad de relatar sus historias personales de sufrimiento; es dar la posibilidad de ir al encuentro con el otro, en este caso, con la organización que la recibe.

Desde la práctica se ha identificado que la experiencia de estancia dentro de los refugios, impacta de formas particulares a todas las personas que, desde su calidad de sujetos intervienen en ésta: la institución, representada en su personal, pretende generar en las mujeres una experiencia que posibilite la creación de nuevos sentidos y significados de su vida, dirigida a la elaboración de un proyecto de vida libre de violencia.

De la misma forma, se ha considerado que el personal profesional que labora en los refugios e interviene con las mujeres, es impactado debido a la implicación emocional y desgaste laboral de estar en contacto con situaciones de violencia, lo que repercute en su propia vida personal. De esta forma, los impactos en la subjetividad son mutuos, tanto para el personal del refugio, como para las mujeres inmersas en la situación de violencia de género.

El vínculo como creador de sentidos

Al revisar los manuales y protocolos que sistematizan la atención de la violencia de género contra las mujeres (Instituto Nacional de las Mujeres, 2011; Instituto Nacional de las Mujeres & Universidad del Caribe, 2004), se puede identificar que éstos especifican modelos de repetición de una estructuración instituida por los refugios, para promover que las mujeres se inserten en un modelo que la institución valida como una vida libre de violencia.

No obstante, se considera que obvian el proceso por el cual la atención brindada a las mujeres en estos espacios crea significaciones y discursos que permiten la construcción de una identidad, por lo que se desestima el vínculo que se genera entre el refugio como institución de apoyo y las mujeres, como productor de transformaciones y creador de sentidos.

Las mujeres residentes en refugios y el personal profesional que labora en ellos, en su calidad de sujetos, participan en los procesos de construcción de la subjetividad, a partir del lenguaje, y es a partir de éste que la subjetividad manifiesta saberes, valores, ideas, etc., instituidos. Sin embargo, también se construye y reconstruye en la interacción con los otros.

Por ello, la interacción que las mujeres establecen con los refugios que les brindan apoyo, genera un vínculo lleno de significados y sentidos, productor de subjetividades en esta interrelación entre lo social y lo psíquico. Éstos se construyen a partir de la intersubjetividad de las mujeres y los saberes teóricos y prácticos del refugio en el que permanecen. Se crea una relación dual entre el refugio, representado en su personal profesional, y las mujeres en las cuales se encuentran depositados en ambos sentidos expectativas, anhelos, deseos y demandas.

Los refugios, representados en su personal profesional, no son observadores, participantes o evaluadores imparciales y objetivos en su encuentro con las mujeres. Posibilitan procesos de subjetivación a partir de la creación conjunta y la repetición de significaciones imaginarias sociales, desde saberes instituidos que, de acuerdo con lo mencionado en párrafos anteriores, ha tendido a anular la capacidad de creación, innovación y autodeterminación de las mujeres que residen en los refugios.

Este encuentro crea vínculos intersubjetivos “como condición necesaria y decisiva para la construcción de la subjetividad” (Kaës, 2000: 97). El impacto en la subjetividad de las mujeres en situación de violencia en su experiencia de residencia en los refugios, se encuentra permeado de significaciones imaginarias sociales, a partir del establecimiento de un vínculo que puede o no ser recíproco y de correspondencia, ya que “El vínculo con el otro, lo mismo puede ser constitutivo como demoledor del sujeto” (Pérez-Álvarez, 2012: 177).

Los imaginarios sociales construidos sobre la violencia de género recorren y atraviesan las instituciones, las relaciones intersubjetivas, el espacio social en su conjunto, creando experiencias y discursos que otorgan identidad a las mujeres en los refugios, ya que la experiencia propia de residencia en una institución de este tipo no únicamente es paradigmática; también lo es el vínculo que se establece con ella. Tal como lo señala Kaës, “Para entrar en vínculo el sujeto debe cumplir ciertas exigencias de trabajo psíquico, impuestas por el encuentro con el otro, más precisamente con la subjetividad del otro” (2000: 104). Es así como la mirada del otro, el rechazo, la aceptación y los estigmas construyen una experiencia en relación con la violencia.

Como lo señala Pérez-Álvarez “El vínculo adquiere una condición vital para el ser humano, sin él no hay lenguaje, y sin lenguaje no hay subjetividad…” (2012: 177). Por ello, estas vivencias dependen de las relaciones que los sujetos establecen con sus semejantes desde el lenguaje, con las instituciones, con los imaginarios sociales que la sociedad promueve o con las significaciones imaginarias sociales derivadas de la experiencia.

Consideraciones finales

Este recorrido intenta mostrar la importancia de poner de relieve, en la práctica y en las publicaciones que le anteceden, la experiencia subjetiva de las mujeres en situación de violencia, al recibir apoyo institucional, particularmente en los refugios, problematizarla teórica y metodológicamente desde el impacto subjetivo en ambos sentidos (en las mujeres que reciben la atención y quienes la brindan).

Esto posibilitará expandir miradas sobre el proceso de atención a la violencia dentro de los refugios y dar cuenta de resultados en los que sean consideradas las mujeres en su calidad de sujetos activos y deliberantes; lo cual se prevé, permitirá replantear formas de intervención y abordaje institucional, al posibilitar dispositivos de reflexión sobre las significaciones imaginarias sociales de la atención de la violencia de género, en los que se encuentre presente el papel de la subjetividad y la intersubjetividad.

Se ha identificado que, hasta ahora, el interés de los refugios ha sido dirigido a generalizar las atenciones brindadas a este tipo de población y a cuantificar resultados positivos, lo cual se debe reconocer como un esfuerzo de profesionalización de las intervenciones y de visibilización de la necesidad de contar con más espacios de atención ante esta problemática. Sin embargo, esto conlleva el riesgo de que, en la práctica diaria de la atención dentro de refugios, se invisibilicen las experiencias subjetivas de las mujeres y del personal profesional en este esfuerzo por sólo alcanzar objetivos medibles y cuantificables.

Cuestionarnos acerca de las significaciones imaginarias sociales en las experiencias dentro de estos espacios institucionales particulares, permitirá dilucidar discursos hegemónicos respecto a la atención, en la que la figura de la ‘víctima’ se encuentra desdibujada y, en muchas ocasiones objetivizada, regida por una lógica de mercado y cada vez más deshumanizada.

Esta reflexión también da cuenta de la dificultad para la escucha del otro dentro de los refugios como instituciones totales, estableciendo ejes rectores de conducta, y la dificultad de las propias mujeres para apropiarse de sus discursos para crear nuevos espacios de lucha donde la subjetividad esté presente, en los que sea relevante el sentido de su historia y su presente.

Es así como resulta necesario reflexionar acerca de las experiencias de las mujeres como creadoras de significados y sentidos en la relación con el quehacer e implicación del personal profesional que interviene con ellas, relación en la que se configuran imaginarios sociales que atraviesan la subjetividad y las prácticas sociales para comprender una de las manifestaciones más crudas de la violencia.