Voces de mujeres desde prisiones de Colombia y Francia

Olga L González 

Texto completo

Esta nota se refiere a dos publicaciones recientes cuya materia prima son los testimonios de mujeres encarceladas. En una de las publicaciones, quien escribe es quien vivió los hechos. Marta Alvarez, colombiana presa en Colombia, proclama en voz alta esta apropiación de la palabra vivida (Mi historia la cuento yo, se titula su testimonio). En el segundo caso, tenemos una recopilación de cartas enviadas a una “visitadora de prisioneras” en la cárcel de Fleury-Mérogis, muy cerca de París. Las cartas fueron traducidas por esta visitadora, Francine Thonnelier-Lemaire, y publicadas con autorización de las presas, todas latinoamericanas encarceladas por tráfico de drogas. Por estos delitos, en teoría, las penas pueden ser de hasta 10 años de prisión, pero estas mujeres que transportaron pocos kilos, rara vez purgan penas de más de 3 años.

Esta nota busca reseñar esta palabra, la de mujeres encerradas en instituciones y cuyas voz y trayectorias de vida, pocas veces, nos llegan. Queremos restituir el aspecto puramente testimonial, permitir que esa palabra llegue al lector de esta revista, y es por eso que retomaremos textualmente estas vivencias.

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Marta Alvarez es conocida por haber logrado que las prisioneras lesbianas en Colombia tengan los mismos derechos que las no lesbianas (no discriminación, visita de la pareja, etc.). Con apoyo de la organización colombiana Colombia Diversa, ha escrito su libro, que también se puede leer en línea. Es una crónica de lo que son las prisiones en Colombia, universos de arbitrariedad y perversidad, pero es también un libro de lucha legales, personales y deportivas. Más sorprendente: es un libro donde, aun en ese entorno, hay deseo y hay amor.

Estos son algunos extractos:

“No me gustaba lo que veía. El Director me gritaba en la fila cuando me reía de las pendejadas que nos decía. Nos hacía formar y se paraba al frente con su metro y medio de estatura y su bigote hitleriano a llamarnos “¡malnacidas, desgraciadas!” Y yo, en medio de mi incredulidad, no hacía más que mirarlo y reírme. Eso le molestaba y de ahí sus gritos contra mí: “¿Y usted de qué se ríe?” “De usted”, le respondía”.

“Flor y yo nos parábamos en la reja fría del dormitorio y nos poníamos a charlar. Ella me contaba sus historias y yo le contaba las mías. Flor apenas había cursado hasta segundo de primaria. Recuerdo que una vez me preguntó si Simón Bolívar ya había muerto. “Uf, hace como 200 años” le dije y respondió “ah, entonces yo no había nacido”. En otra ocasión le pregunté, recordando al filósofo Heráclito, por qué uno no se baña dos veces en el mismo río, y respondió: “Por la mugre que deja la gente”».

“Empecé a pensar seriamente cómo fugarme. 33 años de infierno no habían sido hechos para mí. Yo no era ninguna delincuente. Había cometido un grave error, pero no era para que violaran mi derecho a la defensa ni para que me enterraran en vida”.

“Me asignaron el patio sexto. El patio de seguridad. El patio de las guerrilleras. No entendía la razón para ser ubicada en ese patio, pero por más que insistí, para allá me tocó llevar mis pertenencias. Era un patio relativamente pequeño, pero terminó siendo muy agradable. Las compañeras, como las de Medellín, me recibieron muy bien. Me colaboraron en todo”.

«En el patio conversaba con algunas muchachas. Les conté un chiste que les causó risa: “¿Qué es la birilulea?” Como nadie sabía la respuesta, les dije: “Lo que le da al cuerpo cuando no culea”. Y soltaron las carcajadas».

“La única cárcel de mujeres que le ganaba a la de Pereira en crueldad era el Centro de Resocialización de Mujeres de Bucaramanga. (…) Allí murieron dos internas encerradas en calabozos, amarradas con cadenas”.

«Jugando las dos solas en la cancha de la escuela, derritiéndonos en medio de ese calor del Valle, le dije suave al oído: “Usted me va a hacer pecar”, pero ella no respondió nada. Insistí con la misma frase, porque era eso precisamente lo que estaba sintiendo, que me iba a hacer pecar. Estaba que caía. Y a la tercera vez que se lo dije, respondió: “Ah, pues pequemos”». 

“Los dos agentes salieron a rumbiar y regresaron borrachos a la mañana siguiente. Mientras tanto, Geraldyne y yo nos duchamos tratando de apaciguar el tremendo calor que nos derretía hasta los huesos. Era un calabozo asqueroso. Lo arreglamos un poco, hicimos el amor y finalmente nos quedamos dormidas”.

“Una guardiana se acercó a la celda preguntando qué había pasado, a qué se debía ese grito. Le respondí que me había mordido una rata. Ella, como si nada, respondió que eso era normal y me aconsejó ir pronto al médico”.

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Las prisiones francesas, como las de la mayor parte de los países del mundo, tienen un porcentaje bajo (alrededor del 6%) de mujeres. La característica de las mujeres es que la mayoría son extranjeras, y no ingresan a prisión, como los hombres, mayoritariamente por hechos de violencia, sino por robo, contravención a las leyes sobre estupefacientes y engaño. Todas las mujeres que Francine Thonnelier-Lemaire, psicóloga de formación, visitó durante 11 años eran latinoamericanas (de Brasil, Paraguay, Colombia, República Dominicana, Perú, Guatemala, México…). Todas estaban encerradas por tráfico de drogas, varias por haber transportado droga en sus cuerpos. Esta modalidad se conoce en Colombia como “mulas” y tiene que ver con la función de este animal, único medio de transporte de carga de muy diversos elementos en el campo. Así hablan estas mujeres1:

“Les traficantes que están en libertad han traficado cantidad grande de drogas, kilos y kilo y hasta toneladas. Mientras tanto, nosotras estamos en la cárcel por largo rato y nuestros hijos están solos, a la buena de dios. (…) En lo que me concierne, yo tenía una condena de 18 meses. Yo no apelé la sentencia, pero los jueces sí, me dieron tres años y prohibición definitiva de pisar el territorio [después de mi liberación]”.

“Pienso que los jueces tienen el deber de investigar y no juzgar a toda velocidad en comparecencia inmediata. (…) Se lo digo de nuevo: yo soy inocente. Yo venía a trabajar en el restaurante de mi prima en España, y me metieron droga en mi maleta. ¡Pero el juez no quiso saber nada!”

“Cuando tuve 8 años, sucedió la tristeza más grande de mi vida: mi tío, el joven, comenzó a violarme. Nadie lo supo. Mi hermanito y yo no contábamos para nada. Nos humillaban. No podíamos quejarnos, nadie nos hubiera escuchado. Éramos como los sirvientes de la casa [de mi abuela]. El marido de mi abuela era terrible, nos daba órdenes, tocaba trabajar para él”.

“Mi vida ha sido muy difícil. Tengo 38 años, casada desde hace 19 años. Me fue bien durante los primeros 5 años, pero poco a poco esto cambió, porque él bebe. Empezó a tratarme mal, llegaba borracho y me pegaba frente a los hijos que veían todo y lloraban. Todos los días me insultaba, decía que yo era gorda y muy bruta”.

“La miseria es lo que nos empuja a hacer esto. ¿O acaso cómo hace una mamá al ver a sus hijos mal alimentados? ¿Cómo se puede quedar tranquila, sin reaccionar? En todas las cárceles del mundo hay muchas detenidas por este delito. Yo he conocido mujeres de todos los continentes. Algunas se tragaron la droga. Sé de dos que murieron”.

“Sí, fui una mula porque mi cuerpo lo cargaron, le pusieron bulto como a un animal. Y fui boba como mula que transporta sin pensar. Me usaron como a un animal, y tal vez fue porque yo en esos momentos no podía pensar, yo no podía tomar decisiones. Yo obedecía. (…) Pero yo podía defenderme menos que un animal de carga. Yo no podía patear y reaccionar como la mula terca que al fin de cuentas no cede y que nadie obliga”.

“Yo agradezco que los jefes nos pusieron en las celdas con las compatriotas. Es muy reconfortante estar juntas. Hablamos nuestra lengua, escuchamos nuestra música y juntas cocinamos. Y hablamos de nuestro país, de la política y sobre todo de nuestros hijos”.

“En cada visita me siento bien en su compañía, Ud. que viene a verme para que no me sienta solita, y siendo que no es de mi familia. Todas mis compatriotas y yo apreciamos mucho que haya visitantes que vengan a compartir nuestra tristeza, porque nosotras no tenemos familia aquí”.

“Tuve una alegría inmensa cuando llegué acá: pude llamar a mi familia. Era la primera vez, desde que llegué a Francia, que podía hablar con mi marido y con mis hijos. ¡Estábamos muy emocionados! Ellos están bien. Supe que tengo una nietecita que se llama Aurora”.

La jueza que se ocupa de mi caso dice que hay cosas buenas: mi dossier está completo y en mi comportamiento no hay fallas. Hice actividades, y en informática seguí el curso y obtuve buenas notas. Pero el juez que se ocupa de la multa2 dice que no he pagado suficiente. Todavía tengo que pagar 1500€. Le expliqué que tan solo hace 2 meses supe cuál era el valor de la multa y que pedí rebaja, porque no tengo dinero. Usted sabe que trabajo acá en el taller, me pagan 200€ al mes, pero de ahí nos quitan lo del seguro, gané 180€”.

Bibliographie

Alvarez, M. (2017). Mi historia la cuento yo. Bogotá: Colombia Diversa, Ministerio del Interior.

Thonnelier-Lemaître, F. (2015). On m'appelle la mule : paroles libres de femmes en prison. Lyon : Chronique sociale.

Notes

1 Hemos traducido sus cartas al español, ya que no tenemos la versión original.

2 Además de la pena de prisión y de la expulsión del territorio francés, las condenadas deben pagar una multa a la aduana. En teoría, son 22 mil euros por cada kilogramo transportado. En la práctica, los jueces hacen “rebajas”, pero las multas siguen siendo gravosas y consideradas una injusticia por las detenidas.

Autor(a)
Olga L González
Doctora en sociología de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, investigadora asociada del laboratorio Urmis, Universidad París Diderot
olgalu@free.fr
https://olgagonzalez.wordpress.com/
Artículos del autor publicado en Trayectorias Humanas Trascontinentales
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